martes, 23 de abril de 2013


Apología de la censura

Contrario al prejuicio común, la letra no es la principal razón para que una canción sea prohibida. ¿Cuáles son entonces los verdaderos motivos de la interdicción?

Edición N° 137

N° 137

Diciembre de 2012[ ver índice ]

¿Qué hace que una música sea “prohibida”?
La respuesta pareciera más bien simple: un contexto cultural específico, una circunstancia política, cierto marco moral. En breve, el espíritu característico de cada tiempo y lugar. Pero la verdad es que tras estas obviedades se esconde una capacidad aún perturbadora, mágica, que tiene la música cuando es problemática; y es eso lo que hace que admitamos, incluso hoy en día, que bien puede justificarse la censura en una u otra expresión.

Tal vez se exagere muy poco si se aventura que, desde que la música es música, ha sido proclive a ser proscrita. Esto ocurre por igual en Occidente y las demás culturas. Para no ir más lejos, nuestras sociedades indígenas están llenas de cantos o armonías secretos, cuyo conocimiento, por parte de quien no esté iniciado, comporta la desgracia personal o colectiva. Limitémonos por lo pronto a Occidente.

Se sabe de la desconfianza de Platón hacia los músicos y aedos, porque ellos con sus notas y cantos inquietantes –estimulantes, soporíferos o hasta afeminadores– afectaban la armonía de la polis. Pero ya antes, la figura del traciano Orfeo y los cultos dedicados a ella exaltaron la capacidad transformadora de la música sobre el mundo natural y sobrenatural, tanto como para conjurar las tormentas y conmover a las sirenas obstinadas, así como el celo infranqueable de los guardianes del Hades. Del deseo alquímico, utópico y neoplatónico de recobrar esa capacidad de control sobre el universo nació la ópera. El poder curativo y redentor o alternativamente contaminante y degenerativo de la música se exaltó en El mercader de Venecia y La tempestad de Shakespeare; en el Orfeo de Monteverdi y en el de Gluck, y luego enLa flauta mágica de Mozart. Todavía el secular siglo XIX le hizo pivote de una de sus cuatro revoluciones significativas, que fue la wagneriana (y en la que, a ese respecto, Nietzsche fue a la zaga). 

En La sonata a Kreutzer, Tolstói manifestó su convicción del poder corruptor e intemperante de la música. Acaso había ecos de esta doctrina en la presunta confesión de Lenin a Máximo Gorki de que no le iba bien escuchar la “Appassionata” de Beethoven, ya que empezaba a sentir una incómoda simpatía por la gente, tan vergonzosa como perjudicial para un líder en su condición. Sin embargo, fue Thomas Mann quien mejor supo consignar las contradicciones de la música. A lo largo de su obra, la música es a la vez liberación y tiranía, Eros y Tánatos. Vida y muerte en La montaña mágica, donde el prometeico Settembrini la declara “peligrosa”. Incitación al incesto en “Sangre de Welsas”; aguijón mefistofélico en el Doctor Fausto, e impulso totalitario en “Mario y el mago”. 

Siempre detrás se cierne la sombra de Richard Wagner, que recuerda así mismo los varios testimonios sobre el rapto alucinado que envuelve a ese joven aspirante a artista, Adolf Hitler, cuando desde el lugar más barato de la Ópera de Viena, de pie contra una cuerda, decía sentir el llamado del preludio de Tristán, o del encantamiento del Viernes Santo en Parsifal, a hacer cosas heroicas –o macabras, como trascendió, aunque nunca dejó de manifestar el influjo vivificante que ejercía sobre su ánimo la obra del genio de Bayreuth–. Difícil fue, por lo mismo, divorciarla del espíritu totalitario y antisemita de Hitler, si bien de manera más bien irónica este declaraba sin ambages que su compositor preferido era Bruckner. Pero puede que Wagner gozara de atributos más gesticulantes para asociarlo con el mal. Por eso todavía nos impacta tanto aquella escena célebre de Apocalypse Now en la que una escuadra de helicópteros Huey bombardea con napalm una aldea vietnamita al tiempo que retunda con La cabalgata de las valquirias, y tiene tanto sentido eso que dice Woody Allen en una de sus películas: “Cada vez que escucho a Wagner, me siento con ganas de invadir Polonia”. Wagneriana también es la música metal, con su sonoridad desafiante y su sempiterna obsesión por la lucha, moral y armónica, entre la oscuridad y la luz. No en vano suele autoidentificarse, y se le asocia casi sin excepción, con el satanismo. Aún es habitual sostener que quien escucha metal sucumbe ante las tinieblas y, al fin y al cabo, sabemos que a Metallica se le usó para torturar en Abu Ghraib. Lo significativo no está en que como individuos creamos o no en la exhortación maléfica de esta u otra música, o al contrario, en las bondades del efecto Mozart. Lo importante es que la sociedad occidental y sus más importantes instituciones de control social siguen creyendo en la eficacia de ambos ascendentes. 

A veces, esa misma circunstancia deriva en paradoja. Eso era justamente lo que Anthony Burgess y, sobre todo, Stanley Kubrick quisieron mostrar en La naranja mecánica frente a la Novena sinfoníade Beethoven. El ejemplo no podía ser mejor escogido. La ubicua “Oda a la alegría”, nacida como una contraparte a “La Marsellesa” o tanto más al jacobino “Himno al Ser Supremo” de Chénier y Méhul, se cantó por igual en las barricadas de 1848, para festejar cada año el onomástico de Hitler o la caída del Muro de Berlín, o se sigue entonando a la salida de cualquier misa. Es el himno de la Comunidad Europea y lo recordamos especialmente en la turgente versión de nuestro propio Fausto, cuando se transmitían las teletones. Pero a la vez, su raigambre revolucionaria le hace hermana mayor, en ideología y praxis, de “La Internacional”. Es música para cortarle las cabezas a la tiranía o al menos para sacudírsela. En suma, también tiene por qué ser un canto a la violencia. Más aún, su omnipresencia pone de presente algo que trasciende el mero hecho de quién la interprete o cante, o en qué contexto o bajo qué régimen lo haga, para enfatizar el valor intrínseco de la Novena sinfonía: eso que justamente Beethoven quiso que nos conmoviera un 7 de mayo de 1824, también en Viena. Eso que es sublime por escandaloso e inagotable.

Puesto de otra manera, esta y muchísimas otras obras tienen un significado que está más allá de cualquier circunstancia puntual: nos agitan, nos arroban, nos atormentan sin que sepamos exactamente por qué –lo cual indica, ni más ni menos, su condición sagrada–. Esto es, que por fuerza mayor nos contaminan, nos alteran cuando entramos en contacto con ellas. Nos bendicen o nos envilecen. 

Y no son únicamente obras de la llamada “música clásica”, ni mucho menos. Las aquí citadas son solo eso: algunos ejemplos entre miles. El poder contaminante de la música está por igual en el jazz y en el rock, en el bolero y la cumbia, en la música misma. Pudiera pensarse en esos aullidos de Screamin’ Jay Hawkins que ciertamente inquietan tanto en su clásico del soul “I Put a Spell on You”, de 1956, y que lo desterraron de cientos de emisoras estadounidenses por considerarse que incitaban a la antropofagia. Argumentos sobre un atavismo similar se utilizaron para descartar las raíces africanas del bambuco, alguna vez aventuradas por Jorge Isaacs en un pie de página a suMaría, que debió ser la marginalia más infamada de la historia de nuestra literatura. ¿Cómo iba a ser posible que esa música que condensaba nuestra alma nacional tuviera orígenes en una raza perezosa y lasciva?, se preguntaban, palabras más, palabras menos, varios de los cultores y estudiosos de nuestro género vernáculo. Todavía hoy hacemos variaciones sobre el mismo tema en nuestras invectivas contra el reguetón y la champeta. Y en muchas ocasiones nos suenan del todo razonables.

Irónicamente, a veces esa condición de “prohibida” que se le achaca a esta o aquella música no deriva tanto de su capacidad inherente, como de las letras que la acompañan, pero estas son tan coyunturales como variables. Prohibir una canción por su letra es un acto tan previsible como fútil, salvo que se trate de un genuino encantamiento. Es tanto como decir que si la letra cambia, la música ya no es problemática. Ya lo hemos escuchado con “La cucaracha” o “La guaneña”, esta última también sujeta a una historia llena de reveses, originalmente (o eso parece) canción entonada contra las fuerzas bolivarianas que sometieron el sur neogranadino a sangre y fuego, luego enaltecida como toque de batalla triunfal en Ayacucho, luego versificada para acompañar protestas campesinas, y hasta existe una original versión en loa de las Farc, pero al tiempo ha sido esterilizada, más que estilizada, en numerosas versiones folclóricas. La letra es episódica; la música es la que encierra la fuerza de su paradoja.

Como sucede con una exitosa colección discográfica en nuestro país, a veces llamar “prohibido” a un género no es sino un gancho para atizar el consumo. Pero prohibirlo porque más allá de la letra, con letra o sin ella, es peligroso para la salud social tiene mucho más sentido, así nos escandalice. Significa que aún creemos en el poder de la música, en su capacidad transformadora, en que la música es magia

El día en que la música deje de prohibirse, será porque la música dejó de tener sentido.

El tiempo de los idiotas. Paco Gómez Nadal


El tiempo de los idiotas

¿Es buena idea declararse indiferente a la política?
Edición N° 138

N° 138

Febrero de 2013[ ver índice 
Vivimos buenos tiempos para los idiotas. Hay una larga lista de espacios mediáticos y sociales tomados por auténticos ignorantes que ejercen de gurús en materias variopintas. Lo hacen con soltura y les pagan por ello. Pero no hablamos de esos “idiotas”. Los griegos, a los que endilgamos el origen de casi todas las cosas, olvidando civilizaciones tan o más desarrolladas que esa, llamaban politikoí a los asuntos que eran de interés de los ciudadanos, a los temas de Estado. Lo politikoí era antagónico de los intereses privados o personales (idiotikós). A los hombres (las mujeres no pintaban mucho por aquellos lares) que no se interesaban en lo público se les denominabaidiotes (ciudadanos privados), lo que al final terminó (de)generando el término “idiota” para referirse a un inculto. 

Sería una medida profiláctica volver a denominar como idiotas a aquellos seres humanos que solo miran su ombligo y sus intereses, pero en realidad lo que pretendo es hacer apología de la política. Sé que es un ejercicio suicida en un momento histórico en el que la política está desprestigiada, prostituida, degradada como la más vil de las ocupaciones. Puede parecer inútil cuando se habla todo el tiempo de la necesidad de “despolitizar” los mensajes y los espacios. Pero, realmente, lo suicida es abandonar la política a una suerte controlada por profesionales de la misma, por burócratas mediocres que han ensuciado la palabra y han desvirtuado su ejercicio.

Desde el momento en que vivimos en sociedad, somos –o deberíamos ser– seres políticos. Uno de los éxitos de este sistema adormecedor y desmovilizador ha sido convencernos de que la política no es cosa nuestra, sino de los que pertenecen y viven dentro (o de) un partido político. Una sociedad política es aquella donde sus integrantes se preocupan por los asuntos comunes, por lo público. Ciudadanas y ciudadanos que participan de las decisiones que les atañen, que exigen y fiscalizan los cargos públicos, que tienen propuestas y quieren ser escuchados. Hacer política es participar en el diseño de las aceras de nuestra calle o en los presupuestos de nuestro Ayuntamiento; es ser activos en la asociación de vecinos o en la de padres y madres de un centro educativo. Hacer política es manifestarse en la calle, es opinar en público, es participar de una huelga o denunciar ante la justicia los pequeños –o grandes– hechos de corrupción. Si no somos políticos no somos ciudadanos.

Por eso son tan peligrosos los discursos maximalistas que igualan a los partidos políticos y a todos los políticos, que nos insisten en que la política es mala per se. Ese discurso solo interesa a los fascistas o a los estalinistas, unos y otros convencidos de que las personas solo somos útiles como parte de una masa, no como sujetos políticos activos de nuestro entorno. Por eso es tan arriesgado eliminar los “apellidos” cuando criticamos la política, los partidos, la democracia o la Unión Europea… ¿Qué política? ¿Qué partidos? ¿Qué democracia? ¿Qué Unión Europea?

El filósofo Javier Gomá, cuando desarrolla su teoría de la ejemplaridad de lo público, se lamenta de que los “mejores ciudadanos” se aparten de la política y dejen el espacio para que esta sea tomada por seres mediocres. Cuando los mediocres, como ahora, además son idiotas –es decir, que buscan el interés privado– , estamos condenados al fracaso. En el tiempo de los idiotas es imprescindible retomar la política para dignificarla. Ese es el primer paso para superar una crisis que no es económica sino política (como todo).

lunes, 22 de abril de 2013

Prueba Diagnóstica Laboratorio de Lenguaje


La tela de Penélope o quién engaña a quién
Augusto Monterroso

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
FIN

viernes, 19 de abril de 2013

El reguetón no tiene la culpa. Héctor Villareal


El reguetón no tiene la culpa

¿Usted prefiere a Daddy Yankee o al Che Guevara? ¿A ninguno? ¿Gorra beisbolera o boina? ¿Bien afeitado y el cabello cortito o barbitas y melena? ¿Cadenotas doradas o casaca militar? ¿Perreo o fumar puro? ¿Apología del lujo, la ostentación y la delincuencia o apología de la guerra revolucionaria? A mí me gustan algunos videos de Daddy Yankee y el libro La guerra de guerrillas del Che; pero no me identifico con ninguno ni mucho menos aspiro a ser reguetonero, malandro, teórico revolucionario ni guerrillero. Me gusta tener la libertad de crear, distribuir y consumir mensajes o contenidos tanto reguetoneros como revolucionarios, según se permite en una democracia liberal, a la vez que considero no solo ilegal sino también ilegítimo que cualquiera empuñe un arma para hacerse de riqueza o conquistar el poder.
El asunto se va complicando, más allá de los gustos personales y de reconocer los derechos de cada quien respecto a su libertades culturales y de expresión, cuando se trata de ponderar los límites y obligaciones que le corresponden al Estado: ¿Qué tipo de productos y contenidos deben ser fomentados por este, cuáles no le corresponde incentivar y qué otros tiene que sancionar o proscribir? Pensémoslo en concreto, en México: ¿Sería plausible o legítimo que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) financiara a émulos de Daddy Yankee o del Che Guevara? ¿El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) debería poner a disposición su infraestructura para puestas en escena de contenidos reguetoneros o revolucionarios o negarlos para ello? ¿Sería aceptable la transmisión de reguetón en estaciones del Instituto Mexicano de la Radio (IMER) o en Canal 22? ¿En qué casos sí y en cuáles no?
Hay algunos criterios mínimos en los que se puede convenir que el Estado no debe auspiciar determinadas expresiones musicales o literarias, como aquellas que claramente hacen apología del delito o las que ofenden la dignidad de personas. La democracia liberal implica algunos valores que –aunque el régimen permita o tolere pese a ser contrarios a ella– no deberían financiarse con recursos públicos ni disponer la infraestructura pública para su presentación o difusión. Asimismo, en un Estado socialista como el de Cuba, hay un conjunto de valores por los cuales es legítimo marginar de las instituciones públicas tales o cuales productos o contenidos culturales. Explícitamente: la creación artística es libre siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución.
La noticia no es nueva. Resulta de una entrevista publicada en el diarioGranma el 30 de noviembre de 2012 a Orlando Vistel Columbié, presidente del Instituto Cubano de la Música (ICM), quien señaló la necesaria adopción de “medidas” que van desde “la descalificación profesional de aquellos que violen la ética en sus presentaciones”, es decir que pierdan su licencia o cédula para poder ejercer su oficio, “hasta la aplicación de severas sanciones a quienes desde las instituciones, propician o permiten estas prácticas”, esto con referencia a “entregas pseudoartísticas” que se caracterizan por “textos agresivos, sexualmente explícitos, obscenos, que tergiversan la sensualidad consustancial a la mujer cubana, proyectándola como grotescos objetos sexuales en un entorno gestual aún más grotesco. Todo ello en soportes musicales cuestionables o de ínfima calidad, donde impera el facilismo y la falta de rigor formal”. A pregunta expresa del reportero sobre si se refería en concreto al reguetón, el funcionario aclaró que no de manera exclusiva, sino que este tipo de expresiones se hallan también en otros géneros, “pero no es menos cierto que en el reguetón esto es mucho más notorio”.
Propia de un régimen totalitario, la manera en que encara el ICM este “problema” partirá de la instrumentación de una norma jurídica “que deberá regir los usos públicos de la música, en un espectro que cubra los medios de difusión, las programaciones recreativas, las fiestas populares, y la ambientación sonora de lugares públicos”. Se tolerará que en privado cada quien escuche la música que desee, “pero esa libertad”, señala Visel, “no incluye el derecho de reproducirla y difundirla en restoranes y cafeterías estatales o particulares, ómnibus para el transporte de pasajeros y espacios públicos en general”.
Esta política pública tiene algunos antecedentes precisos que viene al caso puntualizar. En noviembre de 2011, Abel Prieto, entonces ministro de Cultura, calificó como “degenerada” la canción “Chupi Chupi”, del reguetonero Osmani García. Bajo tal consideración, el video correspondiente fue retirado de la competencia por los Premios Lucas, en los que era fuerte favorito para ganar como el más popular del año. Un editorial en Granma del día 23 de ese mes, titulado “La vulgaridad en nuestra música, ¿una elección del ‘pueblo cubano’?”, firmado por María Córdova, argumentaba que la objeción a estos contenidos no es una expresión de mojigatería por censurar temáticas sexuales, sino  por la eliminación de la “artisticidad” en ellas, por su “alto nivel de vulgaridad” y machismo. Finalmente, en septiembre de 2012, segúnGranma del día 20, en sesión del Consejo Nacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en la que estuvo presente el actual ministro de Cultura, Rafael Bernal, se expresó por consenso la preocupación por “una evidente carencia de valores que deriva en una amplia gama de vulgaridades” manifiestas en la música que “conforma el entorno sonoro” de la sociedad. Así se daba el aval de los notables para que la autoridad emprendiera la persecución y erradicación del reguetón cubano o cubatón.
Las sanciones se han puesto ya en marcha en 2013. En enero se anunció que una directora y tres maestros de una escuela primara en La Habana estarán sujetos a medidas disciplinarias por escuchar y bailar con sus alumnos varios temas de reguetón, entre ellos uno que se titula “Kimba pa’ que suene”, considerado como de contenido vulgar. La autoridad ha dado respuesta así a una carta de denuncia que se publicó en Granma el 21 de diciembre con motivo de la cual realizó una investigación sobre el particular. Al respecto, la Dirección Nacional de Educación Primaria del Ministerio de Educación advirtió que en los planteles de este nivel solo se debe escuchar música infantil e himnos y marchas patrióticas, según está reglamentado.
De modo que sobre el cubatón la autoridad ha realizado tres juicios simultáneos acerca de su práctica cultural: uno ético, otro artístico y uno más, político. Para el ético es sancionable porque afrenta la dignidad de la mujer al presentarla como un objeto sexual; el artístico le niega o pone en duda que posea cualidades para llamarlo “arte” (por vulgar y mediocre, solo puede ser “pseudoartístico”); y el político descalifica la legitimidad de su expresión, al considerarla contraria a la identidad nacional y a la cultura popular cubana.
En mi opinión, a la autoridad no le corresponde hacer juicios artísticos ni estéticos sobre productos culturales; solo debería corresponderle sancionar los casos en que se ofenda la dignidad de alguien en particular. De acuerdo con su libertad, cada individuo estaría en condiciones de repudiar o no los contenidos que por su baja calidad o inmoralidad así lo merecieran. Pero parece que el régimen cubano no considera este elemental ejercicio de discernimiento como legítimo para sus ciudadanos. Al tratarlos como menores de edad, son uno o varios burócratas quienes tienen que decidir lo que debe y no debe escucharse en todos lados con excepción del hogar a puerta cerrada.
Después de medio siglo de educación revolucionaria, una parte importante de la población cubana parece más inclinada a identificarse con Daddy Yankee que con el Che Guevara o, al menos, esta preferencia no le causa ningún conflicto. De acuerdo precisamente con el popular reguetonero Osmani García, son los censores quienes le faltan al respeto a su pueblo, pues “¿cómo pudo un ministro de Cultura ir en contra de lo que quiere y prefiere su país?” ~