Este reconocido científico inicia su texto con un preámbulo bastante amplio justificando su intervención en cuestiones donde las ciencias, como la Física, no llegan a profundizar. Posteriormente, Einstein menciona que la humanidad debe superar la etapa “depredadora” para entrar en otra, allí su propuesta está clara. Sin embargo, no argumenta de manera convincente sus razones. Utiliza el mismo método que los políticos al respaldar sus propuestas en los errores y desventajas del sistema vigente y no da a conocer los beneficios del nuevo sistema. Aunque analiza todos los problemas de la sociedad y el ser humano, a la hora de hacer su propuesta, ésta resultada débil por ser tan somera e ideal. No expone argumentos que la respalden, sólo menciona algunas medidas muy generales para su establecimiento.
También pierde objetividad al acusar al capitalismo de ser el origen del “mal”, pero este sistema desde hace décadas ha permitido a muchos pueblos alcanzar estándares de calidad de vida nunca antes vistos en la historia. De hecho, para el momento en que Albert Einstein nos escribe, éste se encuentra en los Estados Unidos en una sociedad que representa el modelo tangible del sistema que critica intensamente.
La estructura del texto presenta ciertas particularidades. Se da un preámbulo y una justificación amplia para entrar un poco en el objetivo del socialismo. Luego se pierde el socialismo del contexto para entrar de lleno en una crítica muy extensa del capitalismo. Y, finalmente, se cierra el texto con unos datos muy superficiales del socialismo, seguidos por una reflexión. Esta estructura para un argumento pierde fuerza al no presentar evidencias, razones, ejemplos. Carece del sentido universal del típico discurso de un científico para disfrazarse del discurso de un político víctima del exilio y testigo de una serie de injusticias.
En síntesis, en el análisis del comportamiento humano en la sociedad y en la exposición de desventajas del capitalismo, Einstein supo transmitir su mensaje. Sin embargo, en su argumentación a favor del socialismo no logra llenar las expectativas de los lectores que conocemos las virtudes de su pensamiento.
domingo, 26 de mayo de 2013
martes, 23 de abril de 2013
Apología de la censura
Contrario al prejuicio común, la letra no es la principal razón para que una canción sea prohibida. ¿Cuáles son entonces los verdaderos motivos de la interdicción?
¿Qué hace que una música sea “prohibida”?
La respuesta pareciera más bien simple: un contexto cultural específico, una circunstancia política, cierto marco moral. En breve, el espíritu característico de cada tiempo y lugar. Pero la verdad es que tras estas obviedades se esconde una capacidad aún perturbadora, mágica, que tiene la música cuando es problemática; y es eso lo que hace que admitamos, incluso hoy en día, que bien puede justificarse la censura en una u otra expresión.
Tal vez se exagere muy poco si se aventura que, desde que la música es música, ha sido proclive a ser proscrita. Esto ocurre por igual en Occidente y las demás culturas. Para no ir más lejos, nuestras sociedades indígenas están llenas de cantos o armonías secretos, cuyo conocimiento, por parte de quien no esté iniciado, comporta la desgracia personal o colectiva. Limitémonos por lo pronto a Occidente.
Se sabe de la desconfianza de Platón hacia los músicos y aedos, porque ellos con sus notas y cantos inquietantes –estimulantes, soporíferos o hasta afeminadores– afectaban la armonía de la polis. Pero ya antes, la figura del traciano Orfeo y los cultos dedicados a ella exaltaron la capacidad transformadora de la música sobre el mundo natural y sobrenatural, tanto como para conjurar las tormentas y conmover a las sirenas obstinadas, así como el celo infranqueable de los guardianes del Hades. Del deseo alquímico, utópico y neoplatónico de recobrar esa capacidad de control sobre el universo nació la ópera. El poder curativo y redentor o alternativamente contaminante y degenerativo de la música se exaltó en El mercader de Venecia y La tempestad de Shakespeare; en el Orfeo de Monteverdi y en el de Gluck, y luego enLa flauta mágica de Mozart. Todavía el secular siglo XIX le hizo pivote de una de sus cuatro revoluciones significativas, que fue la wagneriana (y en la que, a ese respecto, Nietzsche fue a la zaga).
En La sonata a Kreutzer, Tolstói manifestó su convicción del poder corruptor e intemperante de la música. Acaso había ecos de esta doctrina en la presunta confesión de Lenin a Máximo Gorki de que no le iba bien escuchar la “Appassionata” de Beethoven, ya que empezaba a sentir una incómoda simpatía por la gente, tan vergonzosa como perjudicial para un líder en su condición. Sin embargo, fue Thomas Mann quien mejor supo consignar las contradicciones de la música. A lo largo de su obra, la música es a la vez liberación y tiranía, Eros y Tánatos. Vida y muerte en La montaña mágica, donde el prometeico Settembrini la declara “peligrosa”. Incitación al incesto en “Sangre de Welsas”; aguijón mefistofélico en el Doctor Fausto, e impulso totalitario en “Mario y el mago”.
Siempre detrás se cierne la sombra de Richard Wagner, que recuerda así mismo los varios testimonios sobre el rapto alucinado que envuelve a ese joven aspirante a artista, Adolf Hitler, cuando desde el lugar más barato de la Ópera de Viena, de pie contra una cuerda, decía sentir el llamado del preludio de Tristán, o del encantamiento del Viernes Santo en Parsifal, a hacer cosas heroicas –o macabras, como trascendió, aunque nunca dejó de manifestar el influjo vivificante que ejercía sobre su ánimo la obra del genio de Bayreuth–. Difícil fue, por lo mismo, divorciarla del espíritu totalitario y antisemita de Hitler, si bien de manera más bien irónica este declaraba sin ambages que su compositor preferido era Bruckner. Pero puede que Wagner gozara de atributos más gesticulantes para asociarlo con el mal. Por eso todavía nos impacta tanto aquella escena célebre de Apocalypse Now en la que una escuadra de helicópteros Huey bombardea con napalm una aldea vietnamita al tiempo que retunda con La cabalgata de las valquirias, y tiene tanto sentido eso que dice Woody Allen en una de sus películas: “Cada vez que escucho a Wagner, me siento con ganas de invadir Polonia”. Wagneriana también es la música metal, con su sonoridad desafiante y su sempiterna obsesión por la lucha, moral y armónica, entre la oscuridad y la luz. No en vano suele autoidentificarse, y se le asocia casi sin excepción, con el satanismo. Aún es habitual sostener que quien escucha metal sucumbe ante las tinieblas y, al fin y al cabo, sabemos que a Metallica se le usó para torturar en Abu Ghraib. Lo significativo no está en que como individuos creamos o no en la exhortación maléfica de esta u otra música, o al contrario, en las bondades del efecto Mozart. Lo importante es que la sociedad occidental y sus más importantes instituciones de control social siguen creyendo en la eficacia de ambos ascendentes.
A veces, esa misma circunstancia deriva en paradoja. Eso era justamente lo que Anthony Burgess y, sobre todo, Stanley Kubrick quisieron mostrar en La naranja mecánica frente a la Novena sinfoníade Beethoven. El ejemplo no podía ser mejor escogido. La ubicua “Oda a la alegría”, nacida como una contraparte a “La Marsellesa” o tanto más al jacobino “Himno al Ser Supremo” de Chénier y Méhul, se cantó por igual en las barricadas de 1848, para festejar cada año el onomástico de Hitler o la caída del Muro de Berlín, o se sigue entonando a la salida de cualquier misa. Es el himno de la Comunidad Europea y lo recordamos especialmente en la turgente versión de nuestro propio Fausto, cuando se transmitían las teletones. Pero a la vez, su raigambre revolucionaria le hace hermana mayor, en ideología y praxis, de “La Internacional”. Es música para cortarle las cabezas a la tiranía o al menos para sacudírsela. En suma, también tiene por qué ser un canto a la violencia. Más aún, su omnipresencia pone de presente algo que trasciende el mero hecho de quién la interprete o cante, o en qué contexto o bajo qué régimen lo haga, para enfatizar el valor intrínseco de la Novena sinfonía: eso que justamente Beethoven quiso que nos conmoviera un 7 de mayo de 1824, también en Viena. Eso que es sublime por escandaloso e inagotable.
Puesto de otra manera, esta y muchísimas otras obras tienen un significado que está más allá de cualquier circunstancia puntual: nos agitan, nos arroban, nos atormentan sin que sepamos exactamente por qué –lo cual indica, ni más ni menos, su condición sagrada–. Esto es, que por fuerza mayor nos contaminan, nos alteran cuando entramos en contacto con ellas. Nos bendicen o nos envilecen.
Y no son únicamente obras de la llamada “música clásica”, ni mucho menos. Las aquí citadas son solo eso: algunos ejemplos entre miles. El poder contaminante de la música está por igual en el jazz y en el rock, en el bolero y la cumbia, en la música misma. Pudiera pensarse en esos aullidos de Screamin’ Jay Hawkins que ciertamente inquietan tanto en su clásico del soul “I Put a Spell on You”, de 1956, y que lo desterraron de cientos de emisoras estadounidenses por considerarse que incitaban a la antropofagia. Argumentos sobre un atavismo similar se utilizaron para descartar las raíces africanas del bambuco, alguna vez aventuradas por Jorge Isaacs en un pie de página a suMaría, que debió ser la marginalia más infamada de la historia de nuestra literatura. ¿Cómo iba a ser posible que esa música que condensaba nuestra alma nacional tuviera orígenes en una raza perezosa y lasciva?, se preguntaban, palabras más, palabras menos, varios de los cultores y estudiosos de nuestro género vernáculo. Todavía hoy hacemos variaciones sobre el mismo tema en nuestras invectivas contra el reguetón y la champeta. Y en muchas ocasiones nos suenan del todo razonables.
Irónicamente, a veces esa condición de “prohibida” que se le achaca a esta o aquella música no deriva tanto de su capacidad inherente, como de las letras que la acompañan, pero estas son tan coyunturales como variables. Prohibir una canción por su letra es un acto tan previsible como fútil, salvo que se trate de un genuino encantamiento. Es tanto como decir que si la letra cambia, la música ya no es problemática. Ya lo hemos escuchado con “La cucaracha” o “La guaneña”, esta última también sujeta a una historia llena de reveses, originalmente (o eso parece) canción entonada contra las fuerzas bolivarianas que sometieron el sur neogranadino a sangre y fuego, luego enaltecida como toque de batalla triunfal en Ayacucho, luego versificada para acompañar protestas campesinas, y hasta existe una original versión en loa de las Farc, pero al tiempo ha sido esterilizada, más que estilizada, en numerosas versiones folclóricas. La letra es episódica; la música es la que encierra la fuerza de su paradoja.
Como sucede con una exitosa colección discográfica en nuestro país, a veces llamar “prohibido” a un género no es sino un gancho para atizar el consumo. Pero prohibirlo porque más allá de la letra, con letra o sin ella, es peligroso para la salud social tiene mucho más sentido, así nos escandalice. Significa que aún creemos en el poder de la música, en su capacidad transformadora, en que la música es magia.
El día en que la música deje de prohibirse, será porque la música dejó de tener sentido.
El tiempo de los idiotas. Paco Gómez Nadal
Vivimos buenos tiempos para los idiotas. Hay una larga lista de espacios mediáticos y sociales tomados por auténticos ignorantes que ejercen de gurús en materias variopintas. Lo hacen con soltura y les pagan por ello. Pero no hablamos de esos “idiotas”. Los griegos, a los que endilgamos el origen de casi todas las cosas, olvidando civilizaciones tan o más desarrolladas que esa, llamaban politikoí a los asuntos que eran de interés de los ciudadanos, a los temas de Estado. Lo politikoí era antagónico de los intereses privados o personales (idiotikós). A los hombres (las mujeres no pintaban mucho por aquellos lares) que no se interesaban en lo público se les denominabaidiotes (ciudadanos privados), lo que al final terminó (de)generando el término “idiota” para referirse a un inculto.
Sería una medida profiláctica volver a denominar como idiotas a aquellos seres humanos que solo miran su ombligo y sus intereses, pero en realidad lo que pretendo es hacer apología de la política. Sé que es un ejercicio suicida en un momento histórico en el que la política está desprestigiada, prostituida, degradada como la más vil de las ocupaciones. Puede parecer inútil cuando se habla todo el tiempo de la necesidad de “despolitizar” los mensajes y los espacios. Pero, realmente, lo suicida es abandonar la política a una suerte controlada por profesionales de la misma, por burócratas mediocres que han ensuciado la palabra y han desvirtuado su ejercicio.
Desde el momento en que vivimos en sociedad, somos –o deberíamos ser– seres políticos. Uno de los éxitos de este sistema adormecedor y desmovilizador ha sido convencernos de que la política no es cosa nuestra, sino de los que pertenecen y viven dentro (o de) un partido político. Una sociedad política es aquella donde sus integrantes se preocupan por los asuntos comunes, por lo público. Ciudadanas y ciudadanos que participan de las decisiones que les atañen, que exigen y fiscalizan los cargos públicos, que tienen propuestas y quieren ser escuchados. Hacer política es participar en el diseño de las aceras de nuestra calle o en los presupuestos de nuestro Ayuntamiento; es ser activos en la asociación de vecinos o en la de padres y madres de un centro educativo. Hacer política es manifestarse en la calle, es opinar en público, es participar de una huelga o denunciar ante la justicia los pequeños –o grandes– hechos de corrupción. Si no somos políticos no somos ciudadanos.
Por eso son tan peligrosos los discursos maximalistas que igualan a los partidos políticos y a todos los políticos, que nos insisten en que la política es mala per se. Ese discurso solo interesa a los fascistas o a los estalinistas, unos y otros convencidos de que las personas solo somos útiles como parte de una masa, no como sujetos políticos activos de nuestro entorno. Por eso es tan arriesgado eliminar los “apellidos” cuando criticamos la política, los partidos, la democracia o la Unión Europea… ¿Qué política? ¿Qué partidos? ¿Qué democracia? ¿Qué Unión Europea?
El filósofo Javier Gomá, cuando desarrolla su teoría de la ejemplaridad de lo público, se lamenta de que los “mejores ciudadanos” se aparten de la política y dejen el espacio para que esta sea tomada por seres mediocres. Cuando los mediocres, como ahora, además son idiotas –es decir, que buscan el interés privado– , estamos condenados al fracaso. En el tiempo de los idiotas es imprescindible retomar la política para dignificarla. Ese es el primer paso para superar una crisis que no es económica sino política (como todo).
lunes, 22 de abril de 2013
Prueba Diagnóstica Laboratorio de Lenguaje
La tela de Penélope o quién engaña a quién
Augusto Monterroso
Augusto Monterroso
Hace muchos años vivía en Grecia un hombre
llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con
Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su
desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas
temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que
Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se
disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía
ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta
que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo
alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía
mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo
haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta
de nada.
FIN
viernes, 19 de abril de 2013
El reguetón no tiene la culpa. Héctor Villareal
El reguetón no tiene la culpa
Febrero 2013 | Tags:

¿Usted prefiere a Daddy Yankee o al Che Guevara? ¿A ninguno? ¿Gorra beisbolera o boina? ¿Bien afeitado y el cabello cortito o barbitas y melena? ¿Cadenotas doradas o casaca militar? ¿Perreo o fumar puro? ¿Apología del lujo, la ostentación y la delincuencia o apología de la guerra revolucionaria? A mí me gustan algunos videos de Daddy Yankee y el libro La guerra de guerrillas del Che; pero no me identifico con ninguno ni mucho menos aspiro a ser reguetonero, malandro, teórico revolucionario ni guerrillero. Me gusta tener la libertad de crear, distribuir y consumir mensajes o contenidos tanto reguetoneros como revolucionarios, según se permite en una democracia liberal, a la vez que considero no solo ilegal sino también ilegítimo que cualquiera empuñe un arma para hacerse de riqueza o conquistar el poder.
El asunto se va complicando, más allá de los gustos personales y de reconocer los derechos de cada quien respecto a su libertades culturales y de expresión, cuando se trata de ponderar los límites y obligaciones que le corresponden al Estado: ¿Qué tipo de productos y contenidos deben ser fomentados por este, cuáles no le corresponde incentivar y qué otros tiene que sancionar o proscribir? Pensémoslo en concreto, en México: ¿Sería plausible o legítimo que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) financiara a émulos de Daddy Yankee o del Che Guevara? ¿El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) debería poner a disposición su infraestructura para puestas en escena de contenidos reguetoneros o revolucionarios o negarlos para ello? ¿Sería aceptable la transmisión de reguetón en estaciones del Instituto Mexicano de la Radio (IMER) o en Canal 22? ¿En qué casos sí y en cuáles no?
Hay algunos criterios mínimos en los que se puede convenir que el Estado no debe auspiciar determinadas expresiones musicales o literarias, como aquellas que claramente hacen apología del delito o las que ofenden la dignidad de personas. La democracia liberal implica algunos valores que –aunque el régimen permita o tolere pese a ser contrarios a ella– no deberían financiarse con recursos públicos ni disponer la infraestructura pública para su presentación o difusión. Asimismo, en un Estado socialista como el de Cuba, hay un conjunto de valores por los cuales es legítimo marginar de las instituciones públicas tales o cuales productos o contenidos culturales. Explícitamente: la creación artística es libre siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución.
La noticia no es nueva. Resulta de una entrevista publicada en el diarioGranma el 30 de noviembre de 2012 a Orlando Vistel Columbié, presidente del Instituto Cubano de la Música (ICM), quien señaló la necesaria adopción de “medidas” que van desde “la descalificación profesional de aquellos que violen la ética en sus presentaciones”, es decir que pierdan su licencia o cédula para poder ejercer su oficio, “hasta la aplicación de severas sanciones a quienes desde las instituciones, propician o permiten estas prácticas”, esto con referencia a “entregas pseudoartísticas” que se caracterizan por “textos agresivos, sexualmente explícitos, obscenos, que tergiversan la sensualidad consustancial a la mujer cubana, proyectándola como grotescos objetos sexuales en un entorno gestual aún más grotesco. Todo ello en soportes musicales cuestionables o de ínfima calidad, donde impera el facilismo y la falta de rigor formal”. A pregunta expresa del reportero sobre si se refería en concreto al reguetón, el funcionario aclaró que no de manera exclusiva, sino que este tipo de expresiones se hallan también en otros géneros, “pero no es menos cierto que en el reguetón esto es mucho más notorio”.
Propia de un régimen totalitario, la manera en que encara el ICM este “problema” partirá de la instrumentación de una norma jurídica “que deberá regir los usos públicos de la música, en un espectro que cubra los medios de difusión, las programaciones recreativas, las fiestas populares, y la ambientación sonora de lugares públicos”. Se tolerará que en privado cada quien escuche la música que desee, “pero esa libertad”, señala Visel, “no incluye el derecho de reproducirla y difundirla en restoranes y cafeterías estatales o particulares, ómnibus para el transporte de pasajeros y espacios públicos en general”.
Esta política pública tiene algunos antecedentes precisos que viene al caso puntualizar. En noviembre de 2011, Abel Prieto, entonces ministro de Cultura, calificó como “degenerada” la canción “Chupi Chupi”, del reguetonero Osmani García. Bajo tal consideración, el video correspondiente fue retirado de la competencia por los Premios Lucas, en los que era fuerte favorito para ganar como el más popular del año. Un editorial en Granma del día 23 de ese mes, titulado “La vulgaridad en nuestra música, ¿una elección del ‘pueblo cubano’?”, firmado por María Córdova, argumentaba que la objeción a estos contenidos no es una expresión de mojigatería por censurar temáticas sexuales, sino por la eliminación de la “artisticidad” en ellas, por su “alto nivel de vulgaridad” y machismo. Finalmente, en septiembre de 2012, segúnGranma del día 20, en sesión del Consejo Nacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en la que estuvo presente el actual ministro de Cultura, Rafael Bernal, se expresó por consenso la preocupación por “una evidente carencia de valores que deriva en una amplia gama de vulgaridades” manifiestas en la música que “conforma el entorno sonoro” de la sociedad. Así se daba el aval de los notables para que la autoridad emprendiera la persecución y erradicación del reguetón cubano o cubatón.
Las sanciones se han puesto ya en marcha en 2013. En enero se anunció que una directora y tres maestros de una escuela primara en La Habana estarán sujetos a medidas disciplinarias por escuchar y bailar con sus alumnos varios temas de reguetón, entre ellos uno que se titula “Kimba pa’ que suene”, considerado como de contenido vulgar. La autoridad ha dado respuesta así a una carta de denuncia que se publicó en Granma el 21 de diciembre con motivo de la cual realizó una investigación sobre el particular. Al respecto, la Dirección Nacional de Educación Primaria del Ministerio de Educación advirtió que en los planteles de este nivel solo se debe escuchar música infantil e himnos y marchas patrióticas, según está reglamentado.
De modo que sobre el cubatón la autoridad ha realizado tres juicios simultáneos acerca de su práctica cultural: uno ético, otro artístico y uno más, político. Para el ético es sancionable porque afrenta la dignidad de la mujer al presentarla como un objeto sexual; el artístico le niega o pone en duda que posea cualidades para llamarlo “arte” (por vulgar y mediocre, solo puede ser “pseudoartístico”); y el político descalifica la legitimidad de su expresión, al considerarla contraria a la identidad nacional y a la cultura popular cubana.
En mi opinión, a la autoridad no le corresponde hacer juicios artísticos ni estéticos sobre productos culturales; solo debería corresponderle sancionar los casos en que se ofenda la dignidad de alguien en particular. De acuerdo con su libertad, cada individuo estaría en condiciones de repudiar o no los contenidos que por su baja calidad o inmoralidad así lo merecieran. Pero parece que el régimen cubano no considera este elemental ejercicio de discernimiento como legítimo para sus ciudadanos. Al tratarlos como menores de edad, son uno o varios burócratas quienes tienen que decidir lo que debe y no debe escucharse en todos lados con excepción del hogar a puerta cerrada.
Después de medio siglo de educación revolucionaria, una parte importante de la población cubana parece más inclinada a identificarse con Daddy Yankee que con el Che Guevara o, al menos, esta preferencia no le causa ningún conflicto. De acuerdo precisamente con el popular reguetonero Osmani García, son los censores quienes le faltan al respeto a su pueblo, pues “¿cómo pudo un ministro de Cultura ir en contra de lo que quiere y prefiere su país?” ~
viernes, 4 de enero de 2013
Tiburones en formol
Viernes 27.03.2009
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Tiburones en formol
Por Mario Vargas
Llosa
El País
El País
Sábado 11 de octubre de 2008 | Publicado
en edición impresa
MADRID
El más prominente de los llamados Young British Artists, Damien Hirst
(ya no tan joven, pues tiene 43 años), subastó hace algunos días en Sotheby s,
en Londres, 223 obras suyas, y la subasta le deparó, en un par de días, 198
millones de dólares, la más alta cifra alcanzada en un remate consagrado a un
artista único. El acto fue precedido por un gran fuego de artificio
publicitario, pues era la primera vez que un pintor vivo ofrecía sus obras al
público a través de una casa de subastas, para librarse de pagar las comisiones
que cobran las galerías y los marchands. Y fue seguido por otro torneo no menos
ruidoso de sensacionalismo mediático, cuando se reveló que varios amigos de
Hirst, entre ellos su galerista neoyorquino, habían participado en la puja para
inflar los precios de los cuadros.
Más interesante que esta noticia, y que, por ejemplo, saber que gracias
a su exitosa subasta Damien Hirst ha inyectado un buen puñado de millones a su
fortuna personal, calculada en unos mil millones de dólares, es el hecho de
que, a raíz del remate de Sotheby s, muchos críticos, que habían contribuido
con sus elogios desmedidos a cimentar el prestigio de Hirst como uno de los más
audaces artistas modernos, comienzan ahora a preguntarse si el ex delincuente
juvenil y exhibicionista impenitente -cuando yo vivía en Londres, hizo mucha
alharaca que posara ante la prensa con un cigarrillo colgado en el pene- tiene
en verdad algún talento o es solamente un embaucador de formidable vuelo.
La más severa descarga contra él procede de Robert Hughes, uno de los
raros críticos contemporáneos que, hay que recordarlo, en sus columnas de arte
de Time Magazine no participó nunca del papanatismo de sus colegas, que
convirtió a Hirst en un ícono del arte moderno. Hughes, indignado con lo
ocurrido, describe así la subasta de Sotheby s: "Lo único especial en este
episodio es la total desproporción entre los precios alcanzados y su talento
real. Hirst es básicamente un pirata, y su destreza consiste en haber
conseguido engañar a tanta gente en el mundo del arte, desde funcionarios de
museo como Nicholas Serota, de la Tate Gallery, hasta millonarios neoyorquinos
del negocio de inmuebles, haciéndoles creer que es un artista original y que
son importantes sus "ideas". Su único mérito artístico es su
capacidad manipuladora". (La traducción es mía).
Hughes se burla con ferocidad de las interpretaciones seudorreligiosas y
seudofilosóficas que han dado los críticos a los animales preservados en formol
en recipientes de vidrio, como el célebre tiburón por el que un especulador de
Wall Street, Steve Cohen, pagó doce millones de dólares, creyendo, por lo
visto, que el adefesio que compró es algo así como una hipóstasis artística de
la violencia y la vida. Hughes recuerda que, en su Australia natal, él ha visto
muchos tiburones, "una de las más bellas criaturas de la creación", y
que toda aquella palabrería teórica para ensalzar un mamarracho, al que el
esnobismo imperante en el mundo del arte valoriza en semejante astronómica suma
de dinero, es una "descarada obscenidad". Y afirma que otra de las
bullangueras realizaciones de Hirst, su famosa calavera incrustada de
diamantes, dice menos sobre la muerte y la religión que los esqueletos de
azúcar y de mazapán que se fabrican por millares en los mercados de México en
el Día de los Muertos.
Hirst fue lanzado al estrellato como artista por un afortunado
publicista británico, Charles Saatchi, que, en los años noventa, se inventó a
los Young British Artists -entre ellos, además de Hirst, Chris Ofili, Jack y
Dinos Chapman y Mat Collishaw-, quienes supuestamente estaban renovando de
manera raigal la pintura y la escultura modernas con una imaginación desalada e
irreverente y con técnicas novísimas.
La campaña de Saatchi tuvo éxito total. Críticos y galerías se sumaron a
ella, y en muy poco tiempo ese grupo de ilusionistas plásticos había alcanzado
la celebridad y precios elevadísimos para sus obras. Llegaron incluso a la
tradicional Royal Academy, que, en 1997, les abrió las puertas con una
exposición dedicada a todo el grupo. Yo fui a verla y, ante lo que me pareció
una payasada de mal gusto, dejé testimonio de mi decepción en un artículo, Caca
de elefante , que me mereció algunas protestas.
La verdad es que no hay que sorprenderse de lo ocurrido con Hirst y su
operación especulativa en Sotheby s. El arte moderno es un gran carnaval en el
que todo anda revuelto, el talento y la pillería, lo genuino y lo falso, los
creadores y los payasos. Y -esto es lo más grave- no hay manera de discriminar,
de separar la escoria vil del puro metal. Porque todos los patrones
tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos
consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia
que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico,
conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos
se equivalen: todo vale y nada vale. Y precisamente porque no hay ya
denominadores comunes estéticos que permitan distinguir lo bello de lo feo, lo
audaz de lo trillado, el producto auténtico del postizo, el éxito de un artista
ya no depende de sus propios méritos artísticos, sino de factores tan ajenos al
arte como sus aptitudes histriónicas y los escándalos y espectáculos que sea
capaz de generar o de las manipulaciones mafiosas de galeristas, coleccionistas
y marchands y la ingenuidad de un público extraviado y sometido.
Yo estoy convencido de que las mariposas muertas, los frascos
farmacéuticos y los animales disecados de Hirst no tienen nada que ver con el
arte, la belleza, la inteligencia, ni siquiera con la destreza artesanal -entre
otras cosas porque él ni siquiera trabaja esas obras, que fabrican los 120
artesanos que, según leo en su biografía, trabajan en su taller-, pero no tengo
manera alguna de demostrarlo. Como tampoco podría ninguno de sus admiradores
probar que sus obras son originales, profundas y portadoras de emociones
estéticas.
Como hemos renunciado a los cánones y a las tablas de valores en el
dominio del arte, en éste no hay otro criterio vigente que el de los precios de
las obras de arte en el mercado, un mercado, digamos de inmediato, susceptible
de ser manipulado, inflando y desinflando a un artista en función de los
intereses invertidos en él.
Ese proceso explica que uno de esos productos ridículos que salen de los
talleres de Damien Hirst llegue a valorizarse en doce millones de dólares.
¿Pero es menos disparatado que se paguen 33 millones de dólares por una pintura
de Lucien Freud y 86 millones por un tríptico de Francis Bacon, por más que en
este caso se trate de genuinos creadores, como hizo el millonario ruso Roman
Abramovich en una subasta en Nueva York el pasado mayo?
El otro criterio para juzgar al arte de nuestros días es el del puro
subjetivismo, el derecho que tiene cada cual de decidir, por sí mismo, de
acuerdo a sus gustos y disgustos, si aquel cuadro, escultura o instalación es
magnífica, buena, regular, mala o malísima.
Desde mi punto de vista, la única forma de salir de la behetría, en la
que nos hemos metido por nuestra generosa disposición a alentar la demolición
de todas las certidumbres y valores estéticos por las vanguardias de los
últimos ochenta años, es propagar aquel subjetivismo y exhortar al público que
todavía no ha renunciado a ver arte moderno a emanciparse de la frivolidad y la
tolerancia con las fraudulentas operaciones que imponen valores y falsos
valores por igual, tratando de juzgar por cuenta propia, en contra de las modas
y consignas, y afirmando que un cuadro, una exposición, un artista, le gusta o
no le gusta, pero de verdad, no porque haya oído y leído que deba ser así.
De esta manera, tal vez, poco a poco, apoyado y asesorado por los críticos
y artistas que se atreven a rebelarse contra las bravatas y desplantes que la
civilización del espectáculo exige a sus ídolos, vuelva a surgir un esquema de
valores que permita al público, como antaño, discernir, desde la autenticidad
de lo sentido y vivido, lo que es el arte verdaderamente creativo de nuestro
tiempo y lo que no es más que simulacro o mojiganga.
Será un largo proceso, y por eso sería conveniente que comenzara cuanto
antes, porque el arte tiene una función central que cumplir dentro de la
cultura de una época. Es un centro neurálgico de la vida espiritual de una
comunidad, una fuente de solaz y de goce, de enseñanzas para depurar las
imperfecciones de que está hecha la rutina cotidiana y un guía que
constantemente señala unas formas ideales de ser, de amar, de vivir y hasta de
morir. Por eso, el arte no puede quedar secuestrado por unas minorías
insignificantes de pitonisas, bufones y negociantes, cortado casi totalmente de
ese barro nutricio que es la colectividad, de la que todo gran arte ha extraído
siempre su energía y su materia prima a la vez que a ella devolvía unas formas
y unos modelos que ennoblecían sus deseos y sus sueños.
Sólo si el arte recupera su libertad y se emancipa de esos grupúsculos
de esnobs, frívolos y especuladores entre los que ha quedado confinado, nos
libraremos de los Damien Hirst.
La civilizacion del espectáculo de Mario Vargas Llosa, por Karl Krispin
“La civilización del espectáculo” de Mario Vargas Llosa, por Karl Krispin
Por Karl Krispin | 3 de Noviembre, 2012
Vale la pena curiosear la biografía de Vargas Llosa y reparar que ha sido acreedor de los premios más prestigiosos de este “ancho y ajeno mundo”: basta mencionar el Príncipe de Asturias, el Cervantes, el PEN- Nabokov y nada menos que el mismísimo Nobel de Literatura. De rabioso defensor del marxismo fidelista pasó a convertirse en un apologista del liberalismo. Ha estado como testigo en todas las trincheras del pensamiento para disparar sus dardos que calibran una idea de este trajinado universo. De modo que ha contemplado, quizás como pocos en el mundo, la naturaleza humana desde sus múltiples y vertiginosas esquinas.
El libro que nos convoca se puede leer de muchas maneras: lo que el lector jamás podrá hacer es permanecer indiferente a sus líneas. Se trata de un libelo de demanda ante la situación de la cultura en el mundo contemporáneo. Don Mario acusa, acusa mucho y denuncia que nuestra cultura le ha cedido el espacio al espectáculo y lo que de frívolo y superficial se expresa en nuestra comunicación planetaria. Podemos examinar este libro como un enjundioso texto que proclama la necesidad de volver a una mayor trascendencia en nuestros códigos de entendimiento, donde se resalten los valores de la ética, la literatura, la filosofía, el arte y el compromiso ideológico, denunciando lo subalterno y lo ligero. Pero también puede leerse como la posición de un intelectual que no sólo descree de los caminos actuales del arte sino que hasta los ve como un reaccionario refugiado en la nostalgia del pasado.
Tal vez el camino sea mixto y entremezclado. Cuando se refiere al sexo, lo entiende como un mero deporte desacralizado y despojado de sus misterios más ocultos, al margen del erotismo y entregado a lo evidente. Cuando mira el arte, concluye como un insulto a la inteligencia, las realizaciones en las que el performance o las instalaciones desdicen de aquel trabajo paciente en que el artista intentaba dominar la forma y el estilo para destrabar su idioma pictórico o plástico. De ese modo, con puntillosa medida diseña su J´accuse a los artistas mimados por la crítica y el público, sobre todo por una crítica acomodaticia a la veleidad de las modas. Lo que más irrita a Vargas Llosa es la noción de moda porque le resta intemporalidad a la creación y la ve sujeta a un unanimismo temporal en que todos se han puesto más o menos de acuerdo para lo mismo. En particular le ha molestado la exposición del Royal College of Art en que el artista Chris Ofili montó sus obras sobre bases de caca solidificada de elefante, y en una de estas piezas hace acompañar a la Virgen María de fotos pornográficas.
Recordemos a un gran artista de nuestro tiempo: Pablo Picasso, quien se burlaba de sus propias composiciones adquiridas sin más por los burgueses de París. Buena parte del oficio del artista ha sido lo que los mismos franceses han llamado epater le bourgeois, que no es otra cosa que escandalizar a la clase media. Pero el arte a veces escandaliza para proclamar un llamado de atención, del mismo modo como Vargas lo hace con su texto, al camino a ratos comedido o irracional que toma la humanidad. Tengamos en cuenta que el arte, especialmente el contemporáneo, ha cimentado sus bases de comunicación sobre el fenómeno de la expresión que lleva al espectador hacia una mirada interpretativa sobre el propio hecho artístico. La obra de arte es patrimonio y exégesis de quien la experimenta, movido por lo que cree es la vocación explícita de esa misma obra. Para discrepar con el autor, diré que una de las exposiciones más interesantes a la que he asistido se trató de una instalación en el Museo de Arte de Houston sobre la convivencia del artista conceptual Joseph Beuys con un coyote. En ella, Beuys traza la bitácora de cohabitación con un animal y de qué modo el artista sufre un proceso alterno de animalización. Que cada cual saque sus propias conclusiones, y dejemos el lanzamiento de piedras a favor de reflexionar libremente sobre el arte de nuestro tiempo. La frase de Beuys de que “todo ser humano es un artista” no debe figurar entre las favorecidas por el arequipeño. Sin embargo, para justificar a Vargas Llosa compartiremos con él que el arte no progresa, no es como la tecnología o la medicina: es la expresión de un vivo tiempo al que se encomienda y dedica.
Apunta nuestro autor a que una de las causas que ha contribuido a trivializar la actividad cultural ha sido su propia democratización que ya no está en manos de una élite. Eso que llamamos “Cultura” en mayúsculas, despojada de su versión popular, ha ido a parar a las universidades cuyos estudios según sus palabras son sólo accesibles a los especialistas. Para Vargas Llosa la literatura más representativa de nuestra época la constituye la light, a la que parangona con la literatura entretenida. Se trata de un tremendo despropósito de Varguitas: de allí regresa al pasado y defiende aquellos grandes textos y autores como la literatura de formación, recluida en lo que se llamó Bildungsroman, del tipo que hacía Thomas Mann con La montaña mágica. Este modo de escribir no puede ser propio de nuestros días no por otra cosa sino porque los temas se han dinamizado de tal forma que el mundo ha superado esos patrones de formación y de edificación espiritual del pasado. El escritor del ahora mira la realidad con los catalejos de un mundo que parece haber superado la entrega a esa misma literatura como un refugio para su aprendizaje moral, además vencido este último por los eventos de la historia, con la que hemos caminado para llevar al banquillo de los acusados los valores que imperaron en el mundo hasta la víspera de las dos guerras mundiales. A mayor abundamiento, tanto el estructuralismo como la postmodernidad resolvieron la disección descarnada del hecho artístico como si se tratase de un dispositivo al que hay que mirar sin más sus piezas, y en la que se abjura de todos esos valores supremos que heredamos desde la Ilustración hasta nuestros días. Como hija de su tiempo, no puede haber una literatura que distinga valores idénticos en estos momentos en que el robot Curiosity nos despacha imágenes desde Marte a la literatura que se componía en la Viena del carruaje. De modo que Mann, Virginia Woolf, Dostoievski, Kafka o Charles Dickens escribieron ante todo constreñidos por un tiempo, y si nos siguen emocionando hoy es porque el poder convocante de sus frases y propósitos nos hablan de una literatura que no ha perdido su oxígeno de convicción. Pero para un escritor escribir al modo de ese tiempo no sería más que un desajuste temporal o una impuntualidad desconcertante.
Insiste mucho Vargas Llosa en lo light: en el cine light, en el arte light que da una impresión cómoda a su consumidor con un mínimo esfuerzo intelectual, según insiste nuestro autor. Basta echarle una mirada a todas las películas que acuden anualmente a los festivales de Cannes, Berlín o Sundance para darse cuenta de que el gran talento y el discurso que transgrede la superficie siguen conviviendo al lado de los grandes blockbusters que jalonan la pantalla mundial. El hecho adicional de que el cine persista fijando objetivos sobre el entretenimiento sigue siendo un gran consuelo para obviar la realidad (que es el sentido de las grandes historias) o construir una guarida en un mundo que nunca ha dejado de estar desportillado. Vale la pena insistir que vivimos en un mejor mundo que hace 50 o 60 años. La probable conclusión, al estilo de Jorge Manrique, socorrida por nuestro autor sin decirlo de que “todo tiempo pasado fue mejor”, no lo es en tanto y en cuanto hay una democratización de la cultura que la ha puesto al servicio de un número creciente de personas donde conviven la cultura en mayúsculas y en minúsculas, entendida esta como la cultura pop y de las masas. La televisión que el autor acusa con especial ímpetu es un ejemplo de ello: al lado de los sosos enlatados como Desperate Housewives, conviven series tan inteligentes como The Big Bang Theory. La historia misma de la creación divide sus aguas entre un público culto y otro ávido de mediocridad. Incluso el público culto abreva su sed cultural en lo massmediático y pueril como igualación contemporánea que muestra el sentido horizontal de los tiempos que corren.
El mundo de la información también es esquilmado por don Mario al que atribuye que “vivimos en una época de grandes representaciones que nos dificultan la comprensión del mundo real”. El problema es de simultaneidad. Hoy seguimos en tiempo real los bandazos del huracán Sandy en la costa este de los Estados Unidos, el bombardeo de un refugio de terroristas, las inundaciones en los campos de Pakistán o la última extravagancia de Lady Gaga. Toda esa información a la vez ha hecho que la humanidad se haya insensibilizado frente al hecho noticioso, pero no deja de ser cierto que el conocimiento ecuménico y puntual que tenemos del mundo nos ha hecho ciudadanos más responsables frente a los excesos. Y sobre el peligro que corren las democracias ante políticos más o menos frívolos o con apetito totalitario, ha hecho que este mismo peligro disminuya porque en cada terrícola hay la tentación de mostrar su versión de cualquier horror en YouTube o para denunciarlo en Twitter como un recurso de la aldea global para inhibir las amenazas al mundo libre. La conclusión es optimista: no habrá un Big Brother que nos controle por la hermandad creada en respaldo de la libertad. Aquí Vargas Llosa aprovecha para poner en el estrado a Julian Assange y sus wikileaks. No cabe duda: son chismes, pequeñas incidencias como aquella de la inestabilidad mental de la presidenta Cristina Kirchner, lo que parece cierto a juzgar por sus últimas acciones. Pero una vez más, la aldea global está más interesada en conocer que en ignorar. Y ese es el valor de una creciente democracia de la información. Dice Vargas Llosa que hay pocos estadistas ejemplares hoy en día como Nelson Mandela. Y los habrá cada día menos porque un individuo como Mandela es el producto de una época que poco a poco se va desdibujando con el enfrentamiento de la humanidad ante los desmanes de las tiranías y los sistemas de exclusión.
El libro toca temas como el papel de las religiones y la política, pero también don Mario se pasea por la Internet y el libro electrónico, donde a la primera la describe como portadora de un conocimiento fragmentario o parcial. Alguien alguna vez dijo que Internet o Wikipedia eran la enciclopedia de los pobres. Y más que pobres, Internet nuevamente ha democratizado el conocimiento. ¿Cuánto costaba en su época tener en los anaqueles de una biblioteca la Enciclopedia Británica? Hoy en día todo el conocimiento rueda por el ciberespacio como un Aleph del tamaño de un chip digital. Es motivo de júbilo y por tanto nadie tiene la excusa de estar al margen del conocimiento. Y no es cierto que con nuestro uso de esos medios estemos recurriendo a que la inteligencia artificial piense por nosotros. Todo lo contrario: con mayor información, crece nuestra perspectiva y nuestro juicio. Con el libro electrónico, quizás es donde don Mario se pone más severo al decir que sus autores se amoldarán de tal forma a él que el producto se las verá con eso que Marshall MacLuhan definía con que el “mensaje es el medio”, y que terminará siendo manipulado por el instrumento. A veces da la impresión de que estamos ante un humanista que invoca el pasado con el lamento de su partida, pero a ratos creemos leer a un Robocop con un chaleco antibalas disparando contra las tendencias novísimas de la sociedad contemporánea.
Lo interesante de este libro es que vuelve a llamar a la reflexión y que en todo caso para utilizar sus palabras: “La revolución de la información está lejos de haber concluido”. A pesar de los disgustos y augurios del autor, no desaparecerán la literatura, ni el arte, ni la filosofía: dispondrán de nuevos dispositivos para su promoción. Sobra decir que también estarán los críticos como el Nobel peruano para seguir poniendo el dedo en la llaga en nuestra fascinante historia de la cultura, como historia indetenible de nuestros quehaceres.
El mejor arte posible
El mejor arte posible
Entre el espectáculo y la resistencia: política, arte y literatura
Por María Minera
Tres jóvenes intelectuales –un ensayista político, una especialista en arte contemporáneo y un crítico literario– reflexionan sobre sus disciplinas en el mundo de hoy a partir de la crítica expuesta por Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo.
Julio 2012 | Tags:

Parece mentira [que] hoy en día, en pleno siglo dieci... veinte.
Les Luthiers
Sigan riendo, si les gusta reír; pero tengan cuidado, porque desde este momento se están riendo de su propia ceguera.
Émile Zola
¡Extra! ¡Extra! ¡En la actualidad todo puede ser arte! ¡El gesto provocador y despojado de sentido bastan para coronar falsos prestigios! ¡El arte capitalista es la apología del despilfarro excéntrico! ¡Los artistas reciben cantidades increíbles de dinero por no hacer arte! ¡La frivolización ha llegado a extremos alarmantes! ¡La belleza está sepultada! ¡El sistema está podrido hasta los tuétanos! ¡Los curadores son auténticos mercenarios, matan a sueldo y en este caso la víctima es el arte! ¡Extra! ¡Extra!
Puede sonar a invento pero no lo es: estas frases son fruto de la inspiración de gente que, queremos creer que con la mejor de las intenciones, se tomó la molestia de, encima, mandarlas a imprenta –porque, desde luego, quién si no va a instruir a la opinión pública y ponerla sobre aviso–. Y, bueno, sí, los signos de exclamación son míos, pero, créanme, no el tono –¿o me van a decir que se pueden pronunciar las palabras “el arte capitalista es la apología del despilfarro excéntrico” sin alzar la voz?–. Es en serio: esos enunciados –entre consignas y encabezados del Alarma– han aparecido tal cual en las páginas de periódicos, revistas y libros reales. Esas voces, que venimos oyendo desde hace años, son las de verdaderos columnistas, críticos y hasta un premio Nobel de Literatura, que han tomado como suya la tarea de desenmascarar al arte contemporáneo que, nos dicen, no hace otra cosa más que vernos la cara de tontos a todos –los demás, claro–. Y nos advierten: el problema no es que se haya vuelto cada vez más difícil distinguir una obra de arte de una simple cosa; eso es puro mal gusto y prueba, en todo caso, de que se trata de una fachada –una vil lavandería, pues–. Lo que asusta es lo que se oculta detrás: ¿o usted realmente cree que el arte contemporáneo se acaba en la superficie de las obras? Qué ingenuidad, si ese es el chiste de esta gran farsa: que parezca que se trata del trabajo que los artistas llevan a cabo en la única presencia de su subjetividad, su soberanía y su voluntad, cuando en realidad todo es un engaño gigantesco, montado desde las alturas por una entelequia globalizada –mejor conocida por su nombre diabólico: mercado– de la que somos meros títeres: el artista, usted y yo, el director del museo, el curador y, por supuesto, el coleccionista –el bobo que, encima, paga por ver–. Eso es lo que está del otro lado, nos dicen: intrigas, estrategias, intereses creados, conexiones secretas, algunos cadáveres (el gusto, la belleza, ¡el verdadero arte!). Paranoia de la buena, si me permiten. Uno lee a estos gendarmes –perdón, a estos, ellos sí, librepensadores– e intuye que hace mucho que perdieron contacto directo con las obras –eso ocurre cuando por postura básica frente al arte está una desconfianza agravada, que reduce un asunto primordialmente estético a un problema de credibilidad–. Digámoslo ya: para ellos no hay en esencia diferencia alguna entre las distintas obras contemporáneas; son una y la misma –pensamiento económico que permite concentrar la suspicacia en un solo objeto que pueda defraudar continuamente sus expectativas, no matter what–. Si acaso llegan a ir a un museo –aunque es más probable que se contenten con la especulación a la distancia– lo hacen solo para ratificar su malestar, su sospecha, pero sobre todo para comprobar, con orgullo, que son los únicos en la sala (qué digo la sala: ¡el mundo!) que reconocen la manipulación encubierta –así de solitaria es la batalla que deben pelear contra la necedad generalizada–. Los puedo ver caminando entre las obras mientras se dicen a sí mismos: ¡ajá!, ¡hasta creen que voy a caer en su trampa!
Y sobra decir que estos predicadores –perdón, estos formadores de opinión– fallan por completo a la hora de poner el asunto en términos artísticos. Sus observaciones nunca son sobre el arte específico; ellos dicen que es porque ahí delante no hay nada –solo vacío–, y les creo: tan grave es su miopía, que no van más allá de sus prejuiciosas narices –claro, para qué recorrer el tortuoso y largo camino de la comprensión si se tiene delante el atajo que lleva directo a la condena–. Por eso suelen dirigir sus ataques al más obviamente limitado de los artistas (digamos, Damien Hirst, que por otra parte también es el más vistoso de todos –de nuevo, para qué molestarse en ir más allá–), en cuyas evidentes carencias pueden tranquilamente basar su teoría general del arte contemporáneo. Que sería exactamente lo mismo que tomar como prueba máxima de las deficiencias de la literatura de nuestro tiempo la lectura exclusiva de la obra de, digamos, Paulo
Coelho. Y lo de menos son sus críticas desfavorables: ni siquiera son capaces de entrar en contacto con el problema, de reconocerlo. Pero, desde luego, aciertan como acierta la prensa amarillista: a golpe de exageraciones. Y, como cabe esperar, dan en el blanco de ciertas sensibilidades afines a la postura de que el arte actual no es más que una tomada de pelo. Todo lo cual parece dar la razón al teórico Boris Groys, que hace no tanto observaba que la teoría de la conspiración se ha vuelto –después de la muerte de Dios– la única forma de metafísica tradicional que sobrevive como discurso acerca de lo oculto y lo invisible. Tal es el axioma de toda mente propensa, ante todo, a desconfiar del arte: entre más inaccesible resulte más sospechas despierta de que en el fondo se trata de un complot. Es decir, que la pregunta que se hacen no es otra que a quién le sirve que exista esa obra. O, en otras palabras, ¿quién o qué se esconde detrás? (A. La CIA; B. La bolsa de valores; C. Los alienígenas; D. Salinas de Gortari.) La teoría de la conspiración es lo único que merece su confianza ciega y por eso pueden afirmar, con la mano en la cintura, cosas como que, en este mundo patas arriba, los artistas contemporáneos –esos advenedizos– triunfan, no por buenos, desde luego, sino por listillos que saben lo que se necesita para tener éxito en “la selva promiscua en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días”. Esa más o menos es la tesis central de los que así opinan: que los artistas son o de plano imbéciles o están cegados por una ambición sin freno que les impide ver que sus acciones, que ellos creen libres, son en verdad parte de un gran diseño que los trasciende por entero. Y no nos va mucho mejor a los espectadores que nos inclinamos a pensar que el arte contemporáneo es digno de la mayor atención. Pero qué vamos a saber nosotros, que carecemos de “defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y extorsiones” de que somos víctima. Claro, por eso no nos enteramos de nada
–porque somos como niños, o como El Borras, ya en esas–. No como ellos, para quienes no es claro sino transparente que “las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas”, los que confieren, en palabras del reciente Nobel de Literatura, “el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta indolencia”. Nada más falta que nos den la espalda y se pongan a hablar en latín. Terrorismo puro, si me permiten. ¿Creen que exagero? Lean esto:
Coelho. Y lo de menos son sus críticas desfavorables: ni siquiera son capaces de entrar en contacto con el problema, de reconocerlo. Pero, desde luego, aciertan como acierta la prensa amarillista: a golpe de exageraciones. Y, como cabe esperar, dan en el blanco de ciertas sensibilidades afines a la postura de que el arte actual no es más que una tomada de pelo. Todo lo cual parece dar la razón al teórico Boris Groys, que hace no tanto observaba que la teoría de la conspiración se ha vuelto –después de la muerte de Dios– la única forma de metafísica tradicional que sobrevive como discurso acerca de lo oculto y lo invisible. Tal es el axioma de toda mente propensa, ante todo, a desconfiar del arte: entre más inaccesible resulte más sospechas despierta de que en el fondo se trata de un complot. Es decir, que la pregunta que se hacen no es otra que a quién le sirve que exista esa obra. O, en otras palabras, ¿quién o qué se esconde detrás? (A. La CIA; B. La bolsa de valores; C. Los alienígenas; D. Salinas de Gortari.) La teoría de la conspiración es lo único que merece su confianza ciega y por eso pueden afirmar, con la mano en la cintura, cosas como que, en este mundo patas arriba, los artistas contemporáneos –esos advenedizos– triunfan, no por buenos, desde luego, sino por listillos que saben lo que se necesita para tener éxito en “la selva promiscua en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días”. Esa más o menos es la tesis central de los que así opinan: que los artistas son o de plano imbéciles o están cegados por una ambición sin freno que les impide ver que sus acciones, que ellos creen libres, son en verdad parte de un gran diseño que los trasciende por entero. Y no nos va mucho mejor a los espectadores que nos inclinamos a pensar que el arte contemporáneo es digno de la mayor atención. Pero qué vamos a saber nosotros, que carecemos de “defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y extorsiones” de que somos víctima. Claro, por eso no nos enteramos de nada
–porque somos como niños, o como El Borras, ya en esas–. No como ellos, para quienes no es claro sino transparente que “las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas”, los que confieren, en palabras del reciente Nobel de Literatura, “el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta indolencia”. Nada más falta que nos den la espalda y se pongan a hablar en latín. Terrorismo puro, si me permiten. ¿Creen que exagero? Lean esto:
La crítica, el mercado y el público que le gusta este “arte contemporáneo” son una mafia, un grupo elitista que está de espaldas al otro público, el gran público, otra sociedad que sí quiere ver y necesita de arte verdadero.1
El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchandsy que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, solo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.2
[Existe] un clan artístico hegemónico que en la ciudad de México se expande entre el INBA, el mercado nacional vinculado con elmainstreamy la Universidad Nacional Autónoma de México.3
Clanes, mafias, operaciones encubiertas, atracos... Teoría de la conspiración del más alto nivel. Y todo para llegar a lo mismo: el arte contemporáneo es un fraude. Si esto fuera cierto, nos tendríamos que preocupar seriamente. El fraude supone el intento –ilegítimo, claro está– de suplantar al verdadero arte, de hacerse pasar por él. Como si, de nuevo, todo fuera un gran montaje, de años y años, y bastara con recorrer una cortina –el velo cegador– para encontrar ahí –amordazado, suponemos– al arte genuino que ha sido malamente desbancado por un sucedáneo de menor categoría. Como si de verdad detrás de cada obra contemporánea hubiera un cuadro, una escultura malograda; un embrión al que este arte embustero impidió salir a la luz. Así piensan los que se enfadan al no encontrar en las obras contemporáneas rasgo alguno del arte santo de su devoción. Detestan las obras que perturban sus hábitos; por eso se apresuran a señalar: ¡impostura!, porque lo que ven ahí se aleja –a zancadas– de los modelos tradicionales, motivo de sus mayores fruiciones. Porque esa es la cosa: si se ataca al arte contemporáneo, ¿qué se está en realidad defendiendo? Curiosamente, nunca leemos de estos detractores que este arte no merezca su interés porque desoiga las direcciones de trabajo que impone nuestra época o porque no logre transcribir con precisión la sensibilidad del presente o porque no vaya en una dirección suficientemente radical o significativa o, en una palabra, nueva. Todo lo contrario, si alguien les pregunta qué cosa mejor cabría intentar en lugar de esta, la respuesta nunca apunta realmente a rincones inéditos sino que siempre está dirigida al viejo desván. Lo que nos proponen, sin dar más vueltas, es la reincorporación –por no decir la franca imitación– de estilos antiguos. Para estos fiscales del gusto –presas de los más rancios criterios miméticos– el arte contemporáneo tiene solución, y esa solución es la pintura de caballete, la talla del mármol. Por favor, suplican, ¡que el arte no incida en el mundo, que no lo modifique de ningún modo, que solo lo haga verse mejor! Y ese es el principal problema, que creen que el arte es una cuestión de gustos –y no de responder, una y otra vez, a la pregunta acerca de cuál es la producción artística relevante y reveladora e interesante y, sobre todo, posible en este momento– y, lo que es más, están persuadidos de que se puede dar marcha atrás sin miramiento alguno, porque para ellos las soluciones a las que llegaron, trabajosamente, los artistas y las escuelas del pasado, están todavía disponibles y son intercambiables, según la ocasión. Pero, desde luego, como si se tratara de modelos de coches, lo que uno obtiene cuando compra usado es un hermoso ejemplar vintage. Así ocurre en el arte cuando se intenta producir una obra que parezca contemporánea, sí, pero de Watteau, de Uccello, o vaya usted a saber de quién. El cuadro puede estar muy bellamente pintado, pero al final va a despertar en quien lo mire una emoción de naturaleza un poco más arqueológica, por muy intensa que sea. Ese es el error: creer que la destreza que muestra alguien para pintar o esculpir a la manera de Miguel Ángel basta para colocarlo automáticamente al lado del gran maestro; más aún: para volverlo a él mismo un gran maestro. Siendo honestos, no es tan complicado producir algo que pueda ser inmediata y claramente identificado como arte –nada que no se pueda conseguir con la suficiente perseverancia–. Lo dijo hasta el presidente Truman, cuando acusó al arte moderno de ser “nada más que los vapores de gente perezosa y a medio cocer”: “la habilidad para hacer parecer que las cosas son lo que son es el primer requisito del artista” (idea, por cierto, afín al general Eisenhower que solía decir que “para ser moderno no tienes que estar chiflado”). Basta darse una vuelta por el Jardín del Arte, para comprobar que, de hecho, este tipo de arte se produce sin descanso y en grandes cantidades. Es indudable que rascándole uno puede encontrar por ahí una o hasta dos piezas que no tendría reparos en exhibir en la sala de su casa. Pero de ningún modo se podría ir más lejos hasta insinuar que estos ejercicios relativamente afortunados merecen, solo porque nos agradan, estar en un museo, aunque no hagan el menor intento de ser originales o innovadores. Esa es su gracia: que son pretendidamente viejos, gastados. Y, al final de cuentas, facilones. En realidad, lo verdaderamente difícil es hacer algo que en primera instancia no se parezca al arte que conocemos de sobra. Eso es lo que hace valiosa a una obra cuando aparece: que no se le pueden aplicar los criterios tradicionales del arte y, por tanto, no se le puede reconocer, de momento, como tal (por eso Nietzsche decía que el arte es “una especie de culto al error”, a la excepción). Esa tensión es esencial al arte verdadero. Pero, desde luego, nada pone más nerviosos a los guardianes del orden público que el descontrol, que la falta de certezas –ay, la maldita subjetividad–. ¡Firmes! ¡Ya! ¡Paso redoblado! ¡Ya! ¡No rompan filas! ¡Por ningún motivo rompan filas! A ellos, los que necesitan tener siempre el mismo horizonte delante, el arte contemporáneo –tan disperso, tan cambiante– los hace rechistar. Prefieren la tranquilidad que ofrece la naftalina. Prefieren las resurrecciones acartonadas, las obras que se ajustan a un ideal que nos llega de todos los tiempos menos del nuestro. Prefieren el efectismo de un arte habilidoso y engominado que brilla por la ausencia de todo riesgo. Prefieren, incluso, en nombre de una antigüedad harto ensalzada, que la belleza –su mantra– sea vulgarizada por cualquiera que tome un pincel y vivifique el pasado, trayéndolo a nosotros, no importa en qué estado (y para deleite infinito del gusto oficial –una contradicción de términos, lo sé–). Y ni cuenta se dan de que al preferir todo esto están apostando, ellos sí, por el más fraudulento de los fraudes. ¡Pero todo antes que esas obras tan contemporáneas!
No voy a negarlo, este enredo es en parte culpa del arte, que ha buscado levantar nuestras sospechas por todos los medios. Este arte que ha entendido la autonomía como ruptura con la opinión y el gusto públicos. Este arte que le ha dado total libertad al artista para que haga su obra atendiendo únicamente a su imaginación y sin tener que justificarse en modo alguno. Este arte que, en efecto, puede ser casi cualquier cosa, siempre y cuando esa cosa sea exhibida como arte. Este arte que, para acabar, puede ser –y continuamente lo es– arbitrario, caprichoso y extremadamente frívolo, se ha esforzado por establecer un juego de confianza y desconfianza al que es muy difícil sustraerse –ahí nada es estable: las fronteras se mueven todos los días, las definiciones cambian, los discursos se renuevan constantemente, las formas son en extremo maleables–. Solo a un loco se le ocurriría llevar su entusiasmo al punto de afirmar que todas las obras contemporáneas son buenas obras de arte, solo porque son contemporáneas. En absoluto; como ocurre con los productos de la retórica de una época, sobre todo hay esperpentos. Siempre ha sido así. En una de las notas que Zola debió publicar para defender la pintura de Édouard Manet de los ataques furibundos de la crítica de entonces, el escritor se horroriza ante la perspectiva que le depara el Salón de ese año: “Nunca he visto tal acumulación de mediocridad. Hay dos mil cuadros y no hay diez hombres. De estas dos mil telas, doce o quince hablan un lenguaje humano; las otras se complacen en las necedades de los perfumistas.”4 Lo mismo pasa ahora: uno visita una feria de arte contemporáneo y se asombra de que sea posible reunir tanta insignificancia en un solo lugar. Pero, desde luego, esas doce o quince obras que de pronto nos deslumbran hacen que nuestra relación con el arte se renueve –que reaparezca intacta, tan crucial y violenta como la primera vez que vimos un Picasso, un Caravaggio, un Duchamp–. Lo único que puedo decir con justicia es que el arte contemporáneo es la mejor de las expresiones artísticas que puede haber y tiene, además, una ventaja sobre el resto de los intentos a medias: que es de a de veras –no una modalidad artificiosa que busca salir al paso poniendo cara de arte serio.
Y al que no le guste, puede ir a refugiarse a su museo imaginario (qué idea esta: preferir cerrar los ojos antes que entregarse al juego de la realidad). ~
1 Avelina Lésper, crítica del suplemento cultural Laberinto de Milenio, en una entrevista realizada el 7 de febrero del 2009.
2 Mario Vargas Llosa, “Caca de elefante”, El País, 21 de septiembre de 1997.
3 Blanca González Rosas, crítica de la revista Proceso, en su artículo “La Bienal de Venecia: Cinismo y sumisión”, publicado el 7 de junio de 2011.
4 “El momento artístico”, 1866.
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