Viernes 27.03.2009

Tiburones en formol
Por Mario Vargas
Llosa
El País
El País
Sábado 11 de octubre de 2008 | Publicado
en edición impresa
MADRID
El más prominente de los llamados Young British Artists, Damien Hirst
(ya no tan joven, pues tiene 43 años), subastó hace algunos días en Sotheby s,
en Londres, 223 obras suyas, y la subasta le deparó, en un par de días, 198
millones de dólares, la más alta cifra alcanzada en un remate consagrado a un
artista único. El acto fue precedido por un gran fuego de artificio
publicitario, pues era la primera vez que un pintor vivo ofrecía sus obras al
público a través de una casa de subastas, para librarse de pagar las comisiones
que cobran las galerías y los marchands. Y fue seguido por otro torneo no menos
ruidoso de sensacionalismo mediático, cuando se reveló que varios amigos de
Hirst, entre ellos su galerista neoyorquino, habían participado en la puja para
inflar los precios de los cuadros.
Más interesante que esta noticia, y que, por ejemplo, saber que gracias
a su exitosa subasta Damien Hirst ha inyectado un buen puñado de millones a su
fortuna personal, calculada en unos mil millones de dólares, es el hecho de
que, a raíz del remate de Sotheby s, muchos críticos, que habían contribuido
con sus elogios desmedidos a cimentar el prestigio de Hirst como uno de los más
audaces artistas modernos, comienzan ahora a preguntarse si el ex delincuente
juvenil y exhibicionista impenitente -cuando yo vivía en Londres, hizo mucha
alharaca que posara ante la prensa con un cigarrillo colgado en el pene- tiene
en verdad algún talento o es solamente un embaucador de formidable vuelo.
La más severa descarga contra él procede de Robert Hughes, uno de los
raros críticos contemporáneos que, hay que recordarlo, en sus columnas de arte
de Time Magazine no participó nunca del papanatismo de sus colegas, que
convirtió a Hirst en un ícono del arte moderno. Hughes, indignado con lo
ocurrido, describe así la subasta de Sotheby s: "Lo único especial en este
episodio es la total desproporción entre los precios alcanzados y su talento
real. Hirst es básicamente un pirata, y su destreza consiste en haber
conseguido engañar a tanta gente en el mundo del arte, desde funcionarios de
museo como Nicholas Serota, de la Tate Gallery, hasta millonarios neoyorquinos
del negocio de inmuebles, haciéndoles creer que es un artista original y que
son importantes sus "ideas". Su único mérito artístico es su
capacidad manipuladora". (La traducción es mía).
Hughes se burla con ferocidad de las interpretaciones seudorreligiosas y
seudofilosóficas que han dado los críticos a los animales preservados en formol
en recipientes de vidrio, como el célebre tiburón por el que un especulador de
Wall Street, Steve Cohen, pagó doce millones de dólares, creyendo, por lo
visto, que el adefesio que compró es algo así como una hipóstasis artística de
la violencia y la vida. Hughes recuerda que, en su Australia natal, él ha visto
muchos tiburones, "una de las más bellas criaturas de la creación", y
que toda aquella palabrería teórica para ensalzar un mamarracho, al que el
esnobismo imperante en el mundo del arte valoriza en semejante astronómica suma
de dinero, es una "descarada obscenidad". Y afirma que otra de las
bullangueras realizaciones de Hirst, su famosa calavera incrustada de
diamantes, dice menos sobre la muerte y la religión que los esqueletos de
azúcar y de mazapán que se fabrican por millares en los mercados de México en
el Día de los Muertos.
Hirst fue lanzado al estrellato como artista por un afortunado
publicista británico, Charles Saatchi, que, en los años noventa, se inventó a
los Young British Artists -entre ellos, además de Hirst, Chris Ofili, Jack y
Dinos Chapman y Mat Collishaw-, quienes supuestamente estaban renovando de
manera raigal la pintura y la escultura modernas con una imaginación desalada e
irreverente y con técnicas novísimas.
La campaña de Saatchi tuvo éxito total. Críticos y galerías se sumaron a
ella, y en muy poco tiempo ese grupo de ilusionistas plásticos había alcanzado
la celebridad y precios elevadísimos para sus obras. Llegaron incluso a la
tradicional Royal Academy, que, en 1997, les abrió las puertas con una
exposición dedicada a todo el grupo. Yo fui a verla y, ante lo que me pareció
una payasada de mal gusto, dejé testimonio de mi decepción en un artículo, Caca
de elefante , que me mereció algunas protestas.
La verdad es que no hay que sorprenderse de lo ocurrido con Hirst y su
operación especulativa en Sotheby s. El arte moderno es un gran carnaval en el
que todo anda revuelto, el talento y la pillería, lo genuino y lo falso, los
creadores y los payasos. Y -esto es lo más grave- no hay manera de discriminar,
de separar la escoria vil del puro metal. Porque todos los patrones
tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos
consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia
que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico,
conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos
se equivalen: todo vale y nada vale. Y precisamente porque no hay ya
denominadores comunes estéticos que permitan distinguir lo bello de lo feo, lo
audaz de lo trillado, el producto auténtico del postizo, el éxito de un artista
ya no depende de sus propios méritos artísticos, sino de factores tan ajenos al
arte como sus aptitudes histriónicas y los escándalos y espectáculos que sea
capaz de generar o de las manipulaciones mafiosas de galeristas, coleccionistas
y marchands y la ingenuidad de un público extraviado y sometido.
Yo estoy convencido de que las mariposas muertas, los frascos
farmacéuticos y los animales disecados de Hirst no tienen nada que ver con el
arte, la belleza, la inteligencia, ni siquiera con la destreza artesanal -entre
otras cosas porque él ni siquiera trabaja esas obras, que fabrican los 120
artesanos que, según leo en su biografía, trabajan en su taller-, pero no tengo
manera alguna de demostrarlo. Como tampoco podría ninguno de sus admiradores
probar que sus obras son originales, profundas y portadoras de emociones
estéticas.
Como hemos renunciado a los cánones y a las tablas de valores en el
dominio del arte, en éste no hay otro criterio vigente que el de los precios de
las obras de arte en el mercado, un mercado, digamos de inmediato, susceptible
de ser manipulado, inflando y desinflando a un artista en función de los
intereses invertidos en él.
Ese proceso explica que uno de esos productos ridículos que salen de los
talleres de Damien Hirst llegue a valorizarse en doce millones de dólares.
¿Pero es menos disparatado que se paguen 33 millones de dólares por una pintura
de Lucien Freud y 86 millones por un tríptico de Francis Bacon, por más que en
este caso se trate de genuinos creadores, como hizo el millonario ruso Roman
Abramovich en una subasta en Nueva York el pasado mayo?
El otro criterio para juzgar al arte de nuestros días es el del puro
subjetivismo, el derecho que tiene cada cual de decidir, por sí mismo, de
acuerdo a sus gustos y disgustos, si aquel cuadro, escultura o instalación es
magnífica, buena, regular, mala o malísima.
Desde mi punto de vista, la única forma de salir de la behetría, en la
que nos hemos metido por nuestra generosa disposición a alentar la demolición
de todas las certidumbres y valores estéticos por las vanguardias de los
últimos ochenta años, es propagar aquel subjetivismo y exhortar al público que
todavía no ha renunciado a ver arte moderno a emanciparse de la frivolidad y la
tolerancia con las fraudulentas operaciones que imponen valores y falsos
valores por igual, tratando de juzgar por cuenta propia, en contra de las modas
y consignas, y afirmando que un cuadro, una exposición, un artista, le gusta o
no le gusta, pero de verdad, no porque haya oído y leído que deba ser así.
De esta manera, tal vez, poco a poco, apoyado y asesorado por los críticos
y artistas que se atreven a rebelarse contra las bravatas y desplantes que la
civilización del espectáculo exige a sus ídolos, vuelva a surgir un esquema de
valores que permita al público, como antaño, discernir, desde la autenticidad
de lo sentido y vivido, lo que es el arte verdaderamente creativo de nuestro
tiempo y lo que no es más que simulacro o mojiganga.
Será un largo proceso, y por eso sería conveniente que comenzara cuanto
antes, porque el arte tiene una función central que cumplir dentro de la
cultura de una época. Es un centro neurálgico de la vida espiritual de una
comunidad, una fuente de solaz y de goce, de enseñanzas para depurar las
imperfecciones de que está hecha la rutina cotidiana y un guía que
constantemente señala unas formas ideales de ser, de amar, de vivir y hasta de
morir. Por eso, el arte no puede quedar secuestrado por unas minorías
insignificantes de pitonisas, bufones y negociantes, cortado casi totalmente de
ese barro nutricio que es la colectividad, de la que todo gran arte ha extraído
siempre su energía y su materia prima a la vez que a ella devolvía unas formas
y unos modelos que ennoblecían sus deseos y sus sueños.
Sólo si el arte recupera su libertad y se emancipa de esos grupúsculos
de esnobs, frívolos y especuladores entre los que ha quedado confinado, nos
libraremos de los Damien Hirst.
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