lunes, 11 de abril de 2016

Sin treguas. Javier Marías

SIN TREGUA por JAVIER MARÍAS

Desde hace mucho tiempo, quizá desde que el mundo es mundo, se echan pestes del hombre contemporáneo, independientemente de su contemporaneidad.  Siempre que se habla de él (y utilizo la palabra hombre en su acepción genérica, que no hay por qué abolir en favor de la cursilería feminista o más bien “hembrista” ), es para denostarlo, para hablar de su desconcierto en el mejor de los casos, sobre todo de su crueldad, su dureza, su pesimismo, su soledad, su incomunicación, su insolidaridad o cualquier otra lacra o desgracia, todas son bien recibidas, hasta el punto de que, si ustedes se fijan, el Premio Nobel de Literatura suele otorgarse las más de las veces a algún autor que, según el fallo de la Academia Sueca, haya retratado fatal en su obra a ese -hombre contemporá­neo- tan aborrecible como desdichado.
Del actual hombre contemporáneo se dicen cada vez más horrores, sobre todo del occidental. No sólo se lo culpa de todo lo nefasto que ocurre en cualquier punto del globo, sino que además se lo acusa constantemente de insensibilidad ante las catástrofes, las opresiones, las injusticias y las matanzas que se dan por doquier.   Según los periodistas demagógicos y  los aspirantes al Premio Nobel por la vía extraliteraria, no sólo es el causante indirecto o directo de todos los males, sino que además se queda  impertérrito ante su acontecer. Todo esto sería ya discutible a la luz de los  frecuentes movimientos de ayuda y de las Organizaciones No Gubernamentales que proliferan cada vez más, pero no es esto lo que me interesa señalar. En realidad, lo sorprendente es que el hombre contem­poráneo de hoy no esté enteramente desquiciado y no se haya convertido en una mala bestia a todos los efectos. Lo asombroso es que no sea de granito y que aún se conmueva de vez en cuando o tenga mala concien­cia ante las calamidades ajenas.
Hace no muchos años, ese hombre se entera­ba de relativamente pocas hecatombes. Hace unos siglos (en el XVII, por ejemplo), los habitantes de una ciudad podían desconocer una brutal matanza lleva­da a cabo en un barrio distinto del suyo. La capaci­dad de la gente para convivir con el horror ha sido siempre muy limitada y era normal que así fuera, ya que se sentía afectada o abrumada sólo por lo que sucedía en su entorno, a su alrededor, tenía un área de intereses reducida, y sólo cuando acaecía algo espantoso en esa área tenía la sensación verdadera de la atroci­dad o el mal. Como es natural, no todo el rato se suce­día lo espantoso en el mismo lugar: parecía por tanto la excepción, algo ocasional que, por desolador que fuese, se podía sobrellevar. Desde hace unos pocos años al hombre contemporáneo le llegan, sobre todo a través de la televisión, todos y cada uno de los horro­res en el mundo habidos, por remotos que sean, por muy fuera de su área natural de interés que se encuen­tren. Yo supongo que mi compañero de páginas Ar­turo Pérez-Revene se habrá preguntado más de una vez, mientras enviaba sus excelentes crónicas desde diversos escenarios del horror, si a los espectadores a quienes se dirigía les interesaba lo que acontecía en Bosnia o Somalia o Ruanda o Chechenia porque tenían ya un interés previo en esos lugares o simplemente porque allí había hambre o escabechinas sin cuento y eso es siempre de interés. Supongo que sabe que el interés lo suscitaba él, o los jefes que lo mandaban allí. Hasta hace cuatro días, nadie había oído hablar de Chechenia.
Puesto que hoy existen los medios, imagino que es bueno que se empleen para  hacer saber al mundo las barbaridades que se cometen en cualquier lugar, aunque eso rara vez sirva de ayuda para quienes las padecen, lo único que en realidad justificaría esa  información total. Pero, sea como sea, lo que no puede pedirse es que el hombre que recibe esa información se conmueva siempre, se muestre solidario siempre y nunca agobiado ni apabullado. A lo largo de su historia los individuos han asistido a unas dosis esporádicas y limitadas de espanto. En la actualidad ya no es así: algo monstruoso sucede continuamente en algún rin­cón del mundo, y en seguida se lo harán saber y ver. La sensación que uno va teniendo es de desastre incesante, de desgracias encadenadas y sin fin, de terror en sesión continua, y eso es algo nuevo, y tan anónimo como falso en el fondo: algo que ninguno de nuestros ante­pasados tuvo jamás. Si el hombre contemporáneo es pesimista, si está insensibilizado, si le faltan energías o capacidad de entusiasmo, debe disculpársele en par­te, porque es el primero, a lo largo de la historia en­tera, en cuya vida no hay nunca tregua.

Desgobierno y refugiados. Victoria Camps

OPINIÓN

Desgobierno y refugiados

La falta de cooperación no afecta solo a la Unión Europea. Es un hecho indiscutible a nivel nacional y el gobierno se desentiende de sus funciones porque está “en funciones”Otros

Distintas instituciones catalanas se han quejado de que su voluntad de acoger a un número concreto de refugiados y ubicarlos en nuestro país choca con la negativa del gobierno español que es el que ostenta las competencias para ejercer la protección previa a la acogida de los refugiados. De modo parecido se ha expresado la representante de ACNUR en España lamentando la parálisis total del gobierno en esta cuestión. El gobierno español está en funciones y considera que este es un problema ajeno a las tareas imprescindibles que le corresponden en su situación. Hasta ahora, los refugiados que han venido a España mediante el cupo asignado por la UE es ridícula: dieciocho personas. No es que no quieran venir porque no hay trabajo, como se ha hecho creer y como insinuó en su última entrevista con Jordi Évole el presidente Rajoy. Es absurdo creer que quienes se juegan la vida para huir de su país no estén dispuestos a hacer lo que sea a cambio de recibir un asilo mínimamente digno. La verdad es que no vienen porque nadie se ocupa de gestionar su traslado.
Se ha aludido hasta la saciedad a la pésima gestión y a la indiferencia con que se está afrontando uno de los dramas peores que ha vivido Europa en los últimos años. Una vez más, la Unión Europea se muestra incapaz de actuar colectivamente y hacer una política conjunta. Los grandes problemas no son abordados de forma unificada. La crítica más persistente a los recientes atentados de Bruselas ha sido la de la falta de coordinación de los distintos gobiernos para transferir datos y actuar conjuntamente. La crisis de los refugiados pone de manifiesto de nuevo el egoísmo de los estados, la despreocupación de cada gobierno por las cuestiones que no afectan directamente a sus electores. Por no hablar de la reacción más vergonzosa, la de los movimientos y partidos que extienden sin dificultad su influencia xenófoba a quien se deje contaminar por ella. Como decía hace poco Craig Calhounm, director de la London School of Economics, en este periódico, el debate europeo está lleno de “estereotipos nacionales”, la cooperación es un valor desaparecido en un mundo que vive en perpetua conexión, pero no para ayudar a los que más lo necesitan. Un mundo donde la política descuida el fin de la justicia común, y la economía se desentiende de alcanzar la prosperidad para todos.
La falta de cooperación no afecta sólo al funcionamiento de la Unión Europea. Es un hecho indiscutible a nivel nacional. El gobierno se desentiende de sus funciones porque está “en funciones”, lo que significa que atender a los refugiados no es función urgente. La oposición, por su parte, enfrascada en tejer un acuerdo que no consigue, abdica igualmente de otras tareas perentorias que le corresponden, porque también para eso se les ha votado. Preocupa más la propaganda que la política. Demasiadas ruedas de prensa y declaraciones para no decir nada, que solo refuerzan la impresión de que tenemos unos políticos incompetentes para hacer algo nuevo y distinto de lo que se ha hecho hasta ahora. Algo nuevo es conseguir unirse por unos objetivos, no por defender unas siglas ni por aferrarse a la única propuesta que separa a los que dicen estar por el pacto. Si en los municipios ha sido más fácil consensuar gobiernos de coalición es porque no hay altavoces que pongan de manifiesto las querellas internas de cada partido o entre unos partidos y otros. Y, por cierto, también hay municipios dispuestos a acoger a refugiados y, a su vez, impotentes, para hacerlo.
Que la cooperación no es un ingrediente de la política de nuestro tiempo lo pone de manifiesto el que hayamos convertido el cooperar en un oficio. Tenemos cooperantes profesionales que acuden a los lugares donde hace falta la respuesta y la solicitud inmediata que los gobiernos no son capaces de dar. La cooperación, como mucho, es el pariente pobre de las obligaciones internacionales, el que debería recibir un 0,7% del presupuesto según unos acuerdos que nunca han llegado a cumplirse del todo. Cooperar, hoy por hoy, es una cuestión que tiene más que ver con la caridad que con la justicia, pues depende más de las voluntades individuales que de las colectivas. No es un valor inscrito en los comportamientos de los estados nacionales. Por eso hay que apostar por un futuro federal, que imprima un carácter personal y colectivo más afín con el reconocimiento real de los derechos fundamentales.
Victoria Camps es filósofa.

La policía macedonia trata de dispersar a más de 500 personas en la frontera con Grecia. El País. España

El campamento de Idomeni ha vivido este domingo una situación límite. El último intento de centenares de refugiados de atravesar la frontera entre Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas) ha estado a punto de provocar una tragedia cuando la lluvia de gases lacrimógenos y balas de goma de la policía macedonia para dispersarlos ha provocado escenas de pavor entre la multitud, infinidad de niños incluidos, y dejado un reguero de heridos. Médicos sin Fronteras ha atendido a casi 300 refugiados, 200 de ellos por exposición a los gases y 30 por el impacto de balas de goma. Entre los heridos había tres niños menores de 10 años con heridas de estos proyectiles en la cabeza, según la ONG.
Desde el cierre de la ruta balcánica, a principios de marzo, Idomeni se ha convertido en una ratonera para más de 11.000 migrantes que no pueden proseguir viaje y a la vez se niegan a desalojar el campamento, pese a los reiterados intentos del Gobierno griego de realojarlos en centros de acogida organizados en otros puntos del país. La actuación de la policía macedonia, que también usó bombas aturdidoras y fue condenada por Atenas por “peligrosa y lamentable”, suscita además dudas de índole diplomática: los proyectiles cayeron en territorio griego, pues en ese punto de la frontera no existe buffer zone, o zona tapón. Algunas imágenes divulgadas en redes sociales muestran incluso la incursión en suelo griego de fuerzas de seguridad de FYROM para gasear a los migrantes.
Azuzada por rumores continuos y la desesperación creciente de los extranjeros, varados desde hace semanas a la intemperie, la tensión es junto con la desinformación una constante vital en el campamento de Idomeni desde que, el 24 de febrero, Austria instara a los cuatro países de la ruta de los Balcanes (FYROM, Serbia, Croacia y Eslovenia) a impedir el paso a más refugiados e inmigrantes; el cierre total de la frontera se hizo efectivo a primeros de marzo. Ansiosos por continuar viaje, los migrantes concentrados en Idomeni temen que de ser evacuados a centros de acogida en el norte del país, como Veria y Katerini —adonde han sido trasladados por el Gobierno poco más de 500—, perderán la oportunidad de cruzar la frontera si, como aseguran algunas fuentes, esta reabre en algún momento. Una contingencia imposible, ya que Skopje ha confirmado que la frontera seguirá cerrada a cal y canto hasta el 31 de diciembre. El cierre fronterizo, y la entrada en vigor del acuerdo migratorio UE-Turquía, el pasado 20 de marzo, ha desviado un flujo por el momento insignificante de refugiados a la frontera greco-búlgara.
El de este domingo ha sido el segundo intento de cruce por la fuerza, tras el registrado el pasado 25 de enero, que se resolvió igualmente con una lluvia de gases lacrimógenos por parte de la policía macedonia. Pero el episodio más grave fue la huida por el río que delimita ambos países de centenares de migrantes, burlando el control policial, el pasado 14 de marzo. Tres afganos murieron ahogados en el riachuelo, inusualmente crecido por las lluvias de esos días, mientras que el resto de los huidos fueron retornados a Grecia por las fuerzas de seguridad macedonias.

Milagros Socorro. El burro con plata


El pelotero Oswaldo Guillén (Ocumare del Tuy, 1964) consignó en su cuenta de twitter un comentario acerca de la injusta posposición del ingreso de David Concepción al Salón de la Fama; y atribuyó el desplante al “rasismo”. No contento con la falta de ortografía en la palabra “racismo”, omitió signos de puntuación, olvidó acentos y confundió términos. Así escribió el querido Ozzie: “No creo en rasismo david no esta hay por alguna razon que no sabemos cual es hay que promocionarse mi gente”. Cuando ha debido escribir: “No creo en racismo. David no está ahí por alguna razón que no sabemos cuál es. Hay que promocionarse, mi gente”.
Ante el alud de errores, alguien despachó al atleta calificándolo de burro, intemperancia que, naturalmente, molestó al campo corto de los Medias Blancas de Chicago, quien entonces comenzó a desbarrar en una serie de torpes consideraciones. Molesto por el insulto, Guillén, quien efectivamente merece respeto e incluso afecto por sus logros en la arena deportiva y por el lugar de respeto donde ha puesto el nombre de Venezuela, incurrió en dos graves errores: jactarse de la fortuna que ha amasado con su habilidad, denigrar de quienes tienen oficios menos glamorosos y lucrativos; y restar importancia a la corrección del lenguaje.
Al ser señalado de burro por su desaliño lingüístico, Guillén se apresuró a contestar: “prefiero ser burro con plata que inteligente pelando lo digo por exoeriencia besos a todos”. Y más adelante se preguntó qué hacen quienes quieren corregirlo; aludiendo a que quienes se atreven a ponerse a su altura para enrostrarle su ignorancia, de seguro son gente de menguados recursos y que no se codean con celebridades como Rubén Blades, a quien en la ristra de twitters se refiere como “mi hermano”.
No entraremos a comentar demasiado este punto. El intento de humillar al atrevido recordándole su precariedad económica es evidente. Y muy feo. El propio Guillén está conciente de que el colectivo del que se mofa con la etiqueta de “inteligente pelando” incluye sobre todo a los maestros, cuyo deber es corregir caiga quien caiga. [Dice Guillén (con trascripción ya enmendada): “Apuesto a que esos que corrigen no tienen ni dónde caerse muertos los pobres. Qué lástima los pobres profesores que me siguen”]. Ciertamente, los maestros de Venezuela han sido relegados a los últimos peldaños en la escala social, una tragedia de la que no son culpables. Salta a la vista, pues, que el ataque de Guillén, desde las alturas de su poder y sus cuentas bancarias rebosantes de dólares, a sus connacionales, empobrecidos por la inflación y los infames salarios es…¿poco gallardo? ¿Gesto de soberbia?, más condenable en alguien que sabe lo tremendo que es ser inteligente pelando, puesto que como él mismo apunta, lo dice “por experiencia”.
Pero lo que sí es digno de salirle al paso es la errónea idea de Guillén según la cual solo los maestros de Castellano tienen el deber de acogerse a sus leyes [“Yo escribo como quiera no estoy dando clase de castellano”]. La verdad es que todos los hablantes deben ajustarse a un pacto de uso de la lengua, así como los peloteros están regidos por una intrincada red de estatutos, aún sin ser entrenadores. De lo contrario, el campo sería escenario de un caos.
Guillén, que tanto valora la acumulación de bienes materiales, -y está bien que así sea, puesto que él se ha ganado los suyos sin rasguñar a la Nación-, debería saber que la unidad del Castellano, esto es, el hecho de que siga siendo lengua común para una diversidad de países, es una gran ventaja económica con que contamos los pueblos hispanoparlantes. Es un hecho que vamos hacia un mundo multipolar, lo que supone un paisaje multilingüístico. Para que el español desempeñe el descomunal papel al que está llamado por ser, ya en 2050, una de las cuatro lenguas fundamentales del mundo, debe mantener su estabilidad: si cada quien habla y escribe como le dé la gana, llegará un momento en que será imposible entendernos fuera de nuestros islotes de lengua.
El Guante de oro remata sus mustios twitters diciendo que él representa a los latinos y, con orgullo especial a su país, Venezuela, del que es un ejemplo. Por ser tan cierto esto es que debería hacer un esfuerzo por conducirse apropiadamente en el ámbito público. Y apreciar el hecho de que la ortografía es un factor de cohesión para las lenguas comunes a entornos distintos.

Julio Cortázar. Instrucciones para llorar

Instrucciones para llorar

[Cuento. Texto completo.]

Julio Cortázar


Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
FIN

Julio Cortázar. Instrucciones para subir una escalera

Instrucciones para subir una escalera

[Cuento. Texto completo.]

Julio Cortázar


Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Este mundo tan feliz

Este mundo tan feliz

He aquí una noticia insospechada: el ser humano es un animal esencialmente feliz. O eso parece deducirse de un montón de estudios y de encuestas. Ya sé que resulta difícil de creer, porque la insatisfacción nos corroe, perseguimos quimeras, alimentamos frustraciones y somos por definición bichos inquietos. Por no hablar de los dolores habituales de la vida (la enfermedad, la pérdida, la muerte) y de los horrores que nos infligimos unos a otros: guerras, torturas, abusos y miserias. Por lo general tenemos el sufrimiento de la existencia tan presente que tendemos a concebir el mundo como un valle de lágrimas, y la desdicha nos parece mucho más abundante y más auténtica. Por ejemplo, según cifras de la OMS, cada día se suicidan 3.000 personas en el planeta, lo que viene a ser una cada treinta segundos. Este dato, espectacular, no lo ponemos en duda, desde luego, y ni tan siquiera nos sorprende. Estamos habituados a pensar en el aplastante peso de la vida.

Y, sin embargo, todo parece indicar que, a poco que le dejen, el ser humano intenta ser dichoso y lo consigue. Diversas investigaciones demuestran que, en tiempos de paz, la mayoría de los individuos se consideran a sí mismos más felices que infelices. He aquí una pregunta curiosa y digna de hacérsela uno mismo: si tuvieras que puntuar tu felicidad o tu grado de satisfacción ante la vida del 1 al 10, siendo 1 la desdicha absoluta y 10 la dicha más completa, ¿qué nota te darías? Cruzo artesanal y burdamente los complejos datos de varias encuestas (algunas tan enormes como la World Values Survey, sobre una muestra de 118.000 personas procedentes de 96 países) y me encuentro con que, de media, los individuos que escogen el 1 suman más o menos un 5%, mientras que los que se califican con un 10 están en torno al 12%. Lo cual es asombroso: si me hubieran preguntado antes de ver los resultados, hubiera predicho que nadie o casi nadie se otorgaría a sí mismo un diez redondo. En total, más de un 60% de las personas se ponen una nota de 6 o superior.

Y, por lo visto, esa felicidad tiende a aumentar, y desde luego parece tener una relación directa con el desarrollo económico, cultural y democrático. Los ricos también lloran, pero menos. Hay un trabajo interesantísimo de la ya citada World Values Survey sobre la evolución de la felicidad en 24 países en las últimas décadas. En este caso, la tabla de medidas va del 1 (nada feliz) al 4 (totalmente feliz). La media de todos los países está en torno al 3. Tres países, Suiza, Estados Unidos y Noruega, no muestran ni aumento ni disminución en su percepción de felicidad en los últimos treinta años; cuatro son un poco más infelices (Austria, Bélgica, Gran Bretaña y Alemania del Oeste), y el resto han subido. Entre ellos España, que, de 1981 a 2006, tortuguea en una lentísima, ínfima ascensión desde el 3 hacia el 3,1. Por cierto que no es, ni con mucho, el mejor resultado; por ejemplo, Irlanda, de 1977 a1999, subió de 3,1 a 3,4. Y Puerto Rico, de 2,9 a 3,5 entre 1963 y 2006. Nosotros estamos actualmente más o menos al nivel de la India, que ha subido de 2,6 a casi 3,1 desde 1975 hasta ahora. O sea que mucho alardear de nuestro carácter jaranero, de las fiestas y las copas y los amigos, del sol español y demás pamplinas, pero somos relativamente menos dichosos que la mayoría.

Y, aun así, lo maravilloso es comprobar que también somos mayoritariamente felices. Si nuestra media es de 3, eso quiere decir que nos estamos otorgando un notable alto.

Pero aún hay algo más: recientes investigaciones psicológicas parecen demostrar que los más felices (ese 12% que está arriba del todo) no son aquellos a quienes les va mejor en la vida. Un poquito menos de felicidad ayuda a ser más longevo (los ultrafelices tienden a desdeñar preocupaciones y miedos que a menudo son útiles avisos), a ganar más dinero, a desarrollarse más intelectualmente y a tener más éxito (porque cierta insatisfacción espolea la vida). Los mejores resultados, en fin, se consiguen en torno a una puntuación de 8 o de 9. O sea que esta maravillosa vitalidad nuestra, tenaz y adaptativa, no sólo nos ha regalado una propensión básica a la dicha, una alegría orgánica, innata y animal, sino que también le ha dejado un lugar y le ha dado una utilidad al dolor, al malestar y la melancolía. Qué prodigio, la vida.
Rosa Montero,  El País , 18 de mayo de 20

Jubilación de la ortografía

Jubilación de la ortografía
Desde hace años se sabe que Gabriel García Márquez es un mago capaz de colocar en el cielo de la literatura maravillosos fuegos artificiales. Pero somos muchos los escritores que crecimos con él, y gracias a él, que pensamos también que los fuegos artificiales son sólo eso: artificios. Y por lo tanto brillo efímero, golpe de efecto, momento deslumbrante.
La médula es otra cosa. Y en el caso de estas ideas que la prensa ha difundido (no he tenido la oportunidad de leer el discurso completo del Maestro) me parece que hay mucho de disparate en esa propuesta de «jubilar la ortografía».
Además de ser una propuesta efectista (y quiero suponer que poco pensada), es la clase de idea que seguramente aplaudirán los que hablan mal y escriben peor (es decir, incorrecta e impropiamente). No dudo que tal jubilación (en rigor, anulación) sólo puede ser festejada por los ignorantes de toda regla ortográfica. Digámoslo claramente: suena tan absurdo como jubilar a la matemática porque ahora todo el mundo suma o multiplica con calculadoras de cuatro dólares.
En mi opinión, la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, ni por abolir las haches, ni por aniquilar los acentos. No, la cuestión central está en la colonización cultural que subyace en este tipo de ideas tan luminosas como efectistas, dicho sea con todo respeto hacia el Nobel colombiano.
Y digo colonización porque es evidente que estas cuestiones se plantean a la luz de los cambios indetenibles que ocasiona la infatigable invasión de la lengua imperial, que es hoy el inglés, y el creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado Cyberespacio.
Frente a esa constatación de lo virtual que ya es tan real, ¿es justo que bajemos los brazos y nos entreguemos sin luchar? ¿Es justo que porque el inglés es la lengua universal y es tan libre (como anárquica), el castellano deba seguir ese mismo camino? ¿Por el hecho de que el cyberespacio está lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Por el hecho de que tantos millones hablen mal y escriban peor, vamos a democratizar hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?
Si las difundidas declaraciones de García Márquez son ciertas, a mí me parece que hay un contrasentido en su propuesta de preparar nuestra lengua para un «porvenir grande y sin fronteras». Porque el porvenir de una lengua (como el porvenir de nada) no depende de la eliminación de las reglas sino de su cumplimiento.
Por eso, a los neologismos técnicos no hay que «asimilarlos pronto y bien... antes de que se nos infiltren sin digerir», como él dice. Lo que hay que hacer es digerirlos cuanto antes, y para digerirlos bien hay que adaptarlos a nuestra lengua. Como se hizo siempre y así, por caso, «chequear» se nos convirtió en verbo y «kafkiano» en adjetivo. Y en cuanto al «dequeísmo parasitario» y demás barbarismos, no hay que negociar su buen corazón, como aparentemente propone García Márquez. Lo que hay que hacer es mejorar el nivel de nuestros docentes para que sigan enseñando que esos parásitos de la lengua son malos.
Eso por un lado.
Y por el otro está la cuestión de para qué sirven las reglas, y el porqué de la necesidad de conocerlas y respetarlas. No voy a defender las haches por capricho ni por un espíritu reglamentarista que no tengo, pero para mí seguirá habiendo diferencias sustanciales entre «lo hecho» y «lo echo»; y sobre todo entre «hojear» y «ojear» un libro.
Tampoco me parece que sea un «fierro normativo» la diferencia entre la be de burro y la ve de vaca. Ni mucho menos me parece poco razonable la legislación sobre acentos agudos y graves, ni sobre las esdrújulas, ni sobre las diferencias entre ene-ve y eme-be, y así siguiendo, como diría David Viñas.
Las reglas siempre están para algo. Tienen un sentido y ese sentido suele ser histórico, filosófico, cultural. La falta de reglas y el desconocimiento de ellas es el caos, la disgregación cultural. Y eso puede ser gravísimo para nosotros, sobre todo en estos tiempos en que la sabiduría imperial se ha vuelto tan sutil y astuta. Las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas.
Precisamente porque vivimos en sociedades donde las pocas reglas que había se dejaron de cumplir o se cumplen cada vez menos, y hoy se aplauden estúpidamente las transgresiones. Es así como se facilitan las impunidades.
Y así nos va, al, menos en la Argentina.

En todo caso, eliminemos la absurda policía del lenguaje en que se ha convertido la Real Academia. Democraticémosla y forcémosla a que admita las características intertextuales del mundo moderno, hagamos que celebre las oralidades, que festeje las incorporaciones como riquezas adquiridas. Esa sería una tarea revolucionaria. Pero manteniendo las reglas y, sobre todo, haciéndolas cumplir.

Botella al mar para el dios de las palabras

Botella al mar para el dios de las palabras                             
A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.