SIN
TREGUA por JAVIER MARÍAS
Desde
hace mucho tiempo, quizá desde que el mundo es mundo, se echan pestes del hombre contemporáneo,
independientemente de su contemporaneidad. Siempre que se habla de él (y utilizo la palabra hombre en su acepción genérica, que no
hay por qué abolir en favor de la
cursilería feminista o más bien
“hembrista” ), es para denostarlo, para hablar de su desconcierto en el mejor de los casos, sobre
todo de su crueldad, su dureza, su pesimismo, su soledad, su incomunicación, su insolidaridad o
cualquier otra lacra o desgracia,
todas son bien recibidas, hasta el punto
de que, si ustedes se fijan, el Premio Nobel de Literatura suele otorgarse las más de las veces a algún autor que, según el fallo de la Academia Sueca,
haya retratado fatal en su obra a ese -hombre contemporáneo- tan aborrecible
como desdichado.
Del actual hombre contemporáneo se dicen cada vez más horrores, sobre todo del
occidental. No sólo se lo
culpa de todo lo nefasto que ocurre en cualquier punto del globo, sino que además se lo acusa constantemente de insensibilidad ante las
catástrofes, las
opresiones, las injusticias y las matanzas que se dan por doquier.
Según los periodistas demagógicos y
los aspirantes al Premio
Nobel por la vía extraliteraria, no sólo es el causante indirecto o directo de
todos los males, sino que
además se queda impertérrito ante su acontecer. Todo esto sería ya
discutible a la luz de los frecuentes
movimientos de ayuda y de las Organizaciones No Gubernamentales que proliferan
cada vez más, pero no es
esto lo que me interesa señalar. En realidad,
lo sorprendente es que el hombre contemporáneo
de hoy no esté enteramente desquiciado y no se haya convertido en una mala bestia a todos los efectos. Lo asombroso es que no sea de granito y que
aún se conmueva de vez en cuando o tenga mala conciencia ante las calamidades ajenas.
Hace no muchos años, ese hombre se enteraba de relativamente pocas hecatombes. Hace unos siglos (en el XVII, por ejemplo), los
habitantes de una ciudad podían
desconocer una brutal matanza llevada a cabo en un barrio distinto del suyo. La capacidad de la gente para convivir con el horror ha
sido siempre muy
limitada y era normal que así fuera, ya que se sentía afectada o abrumada sólo por lo que sucedía en su entorno, a su alrededor, tenía
un área de intereses
reducida, y sólo cuando acaecía algo espantoso en esa área tenía la sensación verdadera de la
atrocidad o el mal. Como
es natural, no todo el rato se sucedía lo espantoso en el mismo lugar: parecía por tanto la excepción, algo ocasional que, por desolador que fuese, se podía sobrellevar. Desde hace unos pocos años al hombre contemporáneo le llegan, sobre
todo a través de la televisión,
todos y cada uno de los horrores en el mundo habidos, por remotos que
sean, por muy fuera de su área natural de
interés que se encuentren. Yo
supongo que mi compañero de páginas Arturo Pérez-Revene se habrá
preguntado más de una vez, mientras enviaba sus excelentes crónicas desde diversos escenarios del horror, si a los
espectadores a quienes se dirigía les interesaba lo que acontecía en Bosnia o Somalia o Ruanda o Chechenia porque
tenían ya un interés previo en esos lugares o simplemente porque allí
había hambre o escabechinas sin cuento y eso es siempre de interés. Supongo que
sabe que el interés lo suscitaba él, o los jefes que lo mandaban allí. Hasta
hace cuatro días, nadie había oído hablar de Chechenia.
Puesto que hoy
existen los medios, imagino que es bueno que se empleen para hacer saber al mundo las barbaridades que se
cometen en cualquier lugar, aunque eso rara vez sirva de ayuda para quienes las
padecen, lo único que en realidad justificaría esa información total. Pero, sea como sea, lo que
no puede pedirse es que el hombre que recibe esa información se conmueva
siempre, se muestre solidario siempre y nunca agobiado ni apabullado. A lo
largo de su historia los individuos han asistido a unas dosis esporádicas y
limitadas de espanto. En la actualidad ya no es así: algo monstruoso sucede
continuamente en algún rincón del mundo, y en seguida se lo harán saber y ver.
La sensación que uno va teniendo es de desastre incesante, de desgracias
encadenadas y sin fin, de terror en sesión continua, y eso es algo nuevo, y tan
anónimo como falso en el fondo: algo que ninguno de nuestros antepasados tuvo
jamás. Si el hombre contemporáneo es pesimista, si está insensibilizado, si le
faltan energías o capacidad de entusiasmo, debe disculpársele en parte, porque
es el primero, a lo largo de la historia entera, en cuya vida no hay nunca
tregua.