lunes, 11 de abril de 2016

Sin treguas. Javier Marías

SIN TREGUA por JAVIER MARÍAS

Desde hace mucho tiempo, quizá desde que el mundo es mundo, se echan pestes del hombre contemporáneo, independientemente de su contemporaneidad.  Siempre que se habla de él (y utilizo la palabra hombre en su acepción genérica, que no hay por qué abolir en favor de la cursilería feminista o más bien “hembrista” ), es para denostarlo, para hablar de su desconcierto en el mejor de los casos, sobre todo de su crueldad, su dureza, su pesimismo, su soledad, su incomunicación, su insolidaridad o cualquier otra lacra o desgracia, todas son bien recibidas, hasta el punto de que, si ustedes se fijan, el Premio Nobel de Literatura suele otorgarse las más de las veces a algún autor que, según el fallo de la Academia Sueca, haya retratado fatal en su obra a ese -hombre contemporá­neo- tan aborrecible como desdichado.
Del actual hombre contemporáneo se dicen cada vez más horrores, sobre todo del occidental. No sólo se lo culpa de todo lo nefasto que ocurre en cualquier punto del globo, sino que además se lo acusa constantemente de insensibilidad ante las catástrofes, las opresiones, las injusticias y las matanzas que se dan por doquier.   Según los periodistas demagógicos y  los aspirantes al Premio Nobel por la vía extraliteraria, no sólo es el causante indirecto o directo de todos los males, sino que además se queda  impertérrito ante su acontecer. Todo esto sería ya discutible a la luz de los  frecuentes movimientos de ayuda y de las Organizaciones No Gubernamentales que proliferan cada vez más, pero no es esto lo que me interesa señalar. En realidad, lo sorprendente es que el hombre contem­poráneo de hoy no esté enteramente desquiciado y no se haya convertido en una mala bestia a todos los efectos. Lo asombroso es que no sea de granito y que aún se conmueva de vez en cuando o tenga mala concien­cia ante las calamidades ajenas.
Hace no muchos años, ese hombre se entera­ba de relativamente pocas hecatombes. Hace unos siglos (en el XVII, por ejemplo), los habitantes de una ciudad podían desconocer una brutal matanza lleva­da a cabo en un barrio distinto del suyo. La capaci­dad de la gente para convivir con el horror ha sido siempre muy limitada y era normal que así fuera, ya que se sentía afectada o abrumada sólo por lo que sucedía en su entorno, a su alrededor, tenía un área de intereses reducida, y sólo cuando acaecía algo espantoso en esa área tenía la sensación verdadera de la atroci­dad o el mal. Como es natural, no todo el rato se suce­día lo espantoso en el mismo lugar: parecía por tanto la excepción, algo ocasional que, por desolador que fuese, se podía sobrellevar. Desde hace unos pocos años al hombre contemporáneo le llegan, sobre todo a través de la televisión, todos y cada uno de los horro­res en el mundo habidos, por remotos que sean, por muy fuera de su área natural de interés que se encuen­tren. Yo supongo que mi compañero de páginas Ar­turo Pérez-Revene se habrá preguntado más de una vez, mientras enviaba sus excelentes crónicas desde diversos escenarios del horror, si a los espectadores a quienes se dirigía les interesaba lo que acontecía en Bosnia o Somalia o Ruanda o Chechenia porque tenían ya un interés previo en esos lugares o simplemente porque allí había hambre o escabechinas sin cuento y eso es siempre de interés. Supongo que sabe que el interés lo suscitaba él, o los jefes que lo mandaban allí. Hasta hace cuatro días, nadie había oído hablar de Chechenia.
Puesto que hoy existen los medios, imagino que es bueno que se empleen para  hacer saber al mundo las barbaridades que se cometen en cualquier lugar, aunque eso rara vez sirva de ayuda para quienes las padecen, lo único que en realidad justificaría esa  información total. Pero, sea como sea, lo que no puede pedirse es que el hombre que recibe esa información se conmueva siempre, se muestre solidario siempre y nunca agobiado ni apabullado. A lo largo de su historia los individuos han asistido a unas dosis esporádicas y limitadas de espanto. En la actualidad ya no es así: algo monstruoso sucede continuamente en algún rin­cón del mundo, y en seguida se lo harán saber y ver. La sensación que uno va teniendo es de desastre incesante, de desgracias encadenadas y sin fin, de terror en sesión continua, y eso es algo nuevo, y tan anónimo como falso en el fondo: algo que ninguno de nuestros ante­pasados tuvo jamás. Si el hombre contemporáneo es pesimista, si está insensibilizado, si le faltan energías o capacidad de entusiasmo, debe disculpársele en par­te, porque es el primero, a lo largo de la historia en­tera, en cuya vida no hay nunca tregua.

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