viernes, 4 de enero de 2013

Damien Hirst











Tiburones en formol


Diario LA NACION
Viernes 27.03.2009
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Tiburones en formol
Por Mario Vargas Llosa
El País
Sábado 11 de octubre de 2008 | Publicado en edición impresa 
MADRID
El más prominente de los llamados Young British Artists, Damien Hirst (ya no tan joven, pues tiene 43 años), subastó hace algunos días en Sotheby s, en Londres, 223 obras suyas, y la subasta le deparó, en un par de días, 198 millones de dólares, la más alta cifra alcanzada en un remate consagrado a un artista único. El acto fue precedido por un gran fuego de artificio publicitario, pues era la primera vez que un pintor vivo ofrecía sus obras al público a través de una casa de subastas, para librarse de pagar las comisiones que cobran las galerías y los marchands. Y fue seguido por otro torneo no menos ruidoso de sensacionalismo mediático, cuando se reveló que varios amigos de Hirst, entre ellos su galerista neoyorquino, habían participado en la puja para inflar los precios de los cuadros.
Más interesante que esta noticia, y que, por ejemplo, saber que gracias a su exitosa subasta Damien Hirst ha inyectado un buen puñado de millones a su fortuna personal, calculada en unos mil millones de dólares, es el hecho de que, a raíz del remate de Sotheby s, muchos críticos, que habían contribuido con sus elogios desmedidos a cimentar el prestigio de Hirst como uno de los más audaces artistas modernos, comienzan ahora a preguntarse si el ex delincuente juvenil y exhibicionista impenitente -cuando yo vivía en Londres, hizo mucha alharaca que posara ante la prensa con un cigarrillo colgado en el pene- tiene en verdad algún talento o es solamente un embaucador de formidable vuelo.
La más severa descarga contra él procede de Robert Hughes, uno de los raros críticos contemporáneos que, hay que recordarlo, en sus columnas de arte de Time Magazine no participó nunca del papanatismo de sus colegas, que convirtió a Hirst en un ícono del arte moderno. Hughes, indignado con lo ocurrido, describe así la subasta de Sotheby s: "Lo único especial en este episodio es la total desproporción entre los precios alcanzados y su talento real. Hirst es básicamente un pirata, y su destreza consiste en haber conseguido engañar a tanta gente en el mundo del arte, desde funcionarios de museo como Nicholas Serota, de la Tate Gallery, hasta millonarios neoyorquinos del negocio de inmuebles, haciéndoles creer que es un artista original y que son importantes sus "ideas". Su único mérito artístico es su capacidad manipuladora". (La traducción es mía).
Hughes se burla con ferocidad de las interpretaciones seudorreligiosas y seudofilosóficas que han dado los críticos a los animales preservados en formol en recipientes de vidrio, como el célebre tiburón por el que un especulador de Wall Street, Steve Cohen, pagó doce millones de dólares, creyendo, por lo visto, que el adefesio que compró es algo así como una hipóstasis artística de la violencia y la vida. Hughes recuerda que, en su Australia natal, él ha visto muchos tiburones, "una de las más bellas criaturas de la creación", y que toda aquella palabrería teórica para ensalzar un mamarracho, al que el esnobismo imperante en el mundo del arte valoriza en semejante astronómica suma de dinero, es una "descarada obscenidad". Y afirma que otra de las bullangueras realizaciones de Hirst, su famosa calavera incrustada de diamantes, dice menos sobre la muerte y la religión que los esqueletos de azúcar y de mazapán que se fabrican por millares en los mercados de México en el Día de los Muertos.
Hirst fue lanzado al estrellato como artista por un afortunado publicista británico, Charles Saatchi, que, en los años noventa, se inventó a los Young British Artists -entre ellos, además de Hirst, Chris Ofili, Jack y Dinos Chapman y Mat Collishaw-, quienes supuestamente estaban renovando de manera raigal la pintura y la escultura modernas con una imaginación desalada e irreverente y con técnicas novísimas.
La campaña de Saatchi tuvo éxito total. Críticos y galerías se sumaron a ella, y en muy poco tiempo ese grupo de ilusionistas plásticos había alcanzado la celebridad y precios elevadísimos para sus obras. Llegaron incluso a la tradicional Royal Academy, que, en 1997, les abrió las puertas con una exposición dedicada a todo el grupo. Yo fui a verla y, ante lo que me pareció una payasada de mal gusto, dejé testimonio de mi decepción en un artículo, Caca de elefante , que me mereció algunas protestas.
La verdad es que no hay que sorprenderse de lo ocurrido con Hirst y su operación especulativa en Sotheby s. El arte moderno es un gran carnaval en el que todo anda revuelto, el talento y la pillería, lo genuino y lo falso, los creadores y los payasos. Y -esto es lo más grave- no hay manera de discriminar, de separar la escoria vil del puro metal. Porque todos los patrones tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico, conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos se equivalen: todo vale y nada vale. Y precisamente porque no hay ya denominadores comunes estéticos que permitan distinguir lo bello de lo feo, lo audaz de lo trillado, el producto auténtico del postizo, el éxito de un artista ya no depende de sus propios méritos artísticos, sino de factores tan ajenos al arte como sus aptitudes histriónicas y los escándalos y espectáculos que sea capaz de generar o de las manipulaciones mafiosas de galeristas, coleccionistas y marchands y la ingenuidad de un público extraviado y sometido.
Yo estoy convencido de que las mariposas muertas, los frascos farmacéuticos y los animales disecados de Hirst no tienen nada que ver con el arte, la belleza, la inteligencia, ni siquiera con la destreza artesanal -entre otras cosas porque él ni siquiera trabaja esas obras, que fabrican los 120 artesanos que, según leo en su biografía, trabajan en su taller-, pero no tengo manera alguna de demostrarlo. Como tampoco podría ninguno de sus admiradores probar que sus obras son originales, profundas y portadoras de emociones estéticas.
Como hemos renunciado a los cánones y a las tablas de valores en el dominio del arte, en éste no hay otro criterio vigente que el de los precios de las obras de arte en el mercado, un mercado, digamos de inmediato, susceptible de ser manipulado, inflando y desinflando a un artista en función de los intereses invertidos en él.
Ese proceso explica que uno de esos productos ridículos que salen de los talleres de Damien Hirst llegue a valorizarse en doce millones de dólares. ¿Pero es menos disparatado que se paguen 33 millones de dólares por una pintura de Lucien Freud y 86 millones por un tríptico de Francis Bacon, por más que en este caso se trate de genuinos creadores, como hizo el millonario ruso Roman Abramovich en una subasta en Nueva York el pasado mayo?
El otro criterio para juzgar al arte de nuestros días es el del puro subjetivismo, el derecho que tiene cada cual de decidir, por sí mismo, de acuerdo a sus gustos y disgustos, si aquel cuadro, escultura o instalación es magnífica, buena, regular, mala o malísima.
Desde mi punto de vista, la única forma de salir de la behetría, en la que nos hemos metido por nuestra generosa disposición a alentar la demolición de todas las certidumbres y valores estéticos por las vanguardias de los últimos ochenta años, es propagar aquel subjetivismo y exhortar al público que todavía no ha renunciado a ver arte moderno a emanciparse de la frivolidad y la tolerancia con las fraudulentas operaciones que imponen valores y falsos valores por igual, tratando de juzgar por cuenta propia, en contra de las modas y consignas, y afirmando que un cuadro, una exposición, un artista, le gusta o no le gusta, pero de verdad, no porque haya oído y leído que deba ser así.
De esta manera, tal vez, poco a poco, apoyado y asesorado por los críticos y artistas que se atreven a rebelarse contra las bravatas y desplantes que la civilización del espectáculo exige a sus ídolos, vuelva a surgir un esquema de valores que permita al público, como antaño, discernir, desde la autenticidad de lo sentido y vivido, lo que es el arte verdaderamente creativo de nuestro tiempo y lo que no es más que simulacro o mojiganga.
Será un largo proceso, y por eso sería conveniente que comenzara cuanto antes, porque el arte tiene una función central que cumplir dentro de la cultura de una época. Es un centro neurálgico de la vida espiritual de una comunidad, una fuente de solaz y de goce, de enseñanzas para depurar las imperfecciones de que está hecha la rutina cotidiana y un guía que constantemente señala unas formas ideales de ser, de amar, de vivir y hasta de morir. Por eso, el arte no puede quedar secuestrado por unas minorías insignificantes de pitonisas, bufones y negociantes, cortado casi totalmente de ese barro nutricio que es la colectividad, de la que todo gran arte ha extraído siempre su energía y su materia prima a la vez que a ella devolvía unas formas y unos modelos que ennoblecían sus deseos y sus sueños.
Sólo si el arte recupera su libertad y se emancipa de esos grupúsculos de esnobs, frívolos y especuladores entre los que ha quedado confinado, nos libraremos de los Damien Hirst.


Video del diálogo entre Lipovetsky y Vargas Llosa

Video del diálodo entre Lipovetsky y Vargas Llosa

La civilizacion del espectáculo de Mario Vargas Llosa, por Karl Krispin


“La civilización del espectáculo” de Mario Vargas Llosa, por Karl Krispin

Por Karl Krispin | 3 de Noviembre, 2012
  
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Vale la pena curiosear la biografía de Vargas Llosa y reparar que ha sido acreedor de los premios más prestigiosos de este “ancho y ajeno mundo”: basta mencionar el Príncipe de Asturias, el Cervantes, el PEN- Nabokov y nada menos que el mismísimo Nobel de Literatura. De rabioso defensor del marxismo fidelista pasó a convertirse en un apologista del liberalismo. Ha estado como testigo en todas las trincheras del pensamiento para disparar sus dardos que calibran una idea de este trajinado universo. De modo que ha contemplado, quizás como pocos en el mundo, la naturaleza humana desde sus múltiples y vertiginosas esquinas.
El libro que nos convoca se puede leer de muchas maneras: lo que el lector jamás podrá hacer es permanecer indiferente a sus líneas. Se trata de un libelo de demanda ante la situación de la cultura en el mundo contemporáneo. Don Mario acusa, acusa mucho y denuncia que nuestra cultura le ha cedido el espacio al espectáculo y lo que de frívolo y superficial se expresa en nuestra comunicación planetaria. Podemos examinar este libro como un enjundioso texto que proclama la necesidad de volver a una mayor trascendencia en nuestros códigos de entendimiento, donde se resalten los valores de la ética, la literatura, la filosofía, el arte y el compromiso ideológico, denunciando lo subalterno y lo ligero. Pero también puede leerse como la posición de un intelectual que no sólo descree de los caminos actuales del arte sino que hasta los ve como un reaccionario refugiado en la nostalgia del pasado.
Tal vez el camino sea mixto y entremezclado. Cuando se refiere al sexo, lo entiende como un mero deporte desacralizado y despojado de sus misterios más ocultos, al margen del erotismo y entregado a lo evidente. Cuando mira el arte, concluye como un insulto a la inteligencia, las realizaciones en las que el performance o las instalaciones desdicen de aquel trabajo paciente en que el artista intentaba dominar la forma y el estilo para destrabar su idioma pictórico o plástico. De ese modo, con puntillosa medida diseña su J´accuse a los artistas mimados por la crítica y el público, sobre todo por una crítica acomodaticia a la veleidad de las modas. Lo que más irrita a Vargas Llosa es la noción de moda porque le resta intemporalidad a la creación y la ve sujeta a un unanimismo temporal en que todos se han puesto más o menos de acuerdo para lo mismo. En particular le ha molestado la exposición del Royal College of Art en que el artista Chris Ofili montó sus obras sobre bases de caca solidificada de elefante, y en una de estas piezas hace acompañar a la Virgen María de fotos pornográficas.
Recordemos a un gran artista de nuestro tiempo: Pablo Picasso, quien se burlaba de sus propias composiciones adquiridas sin más por los burgueses de París. Buena parte del oficio del artista ha sido lo que los mismos franceses han llamado epater le bourgeois, que no es otra cosa que escandalizar a la clase media. Pero el arte a veces escandaliza para proclamar un llamado de atención, del mismo modo como Vargas lo hace con su texto, al camino a ratos comedido o irracional que toma la humanidad. Tengamos en cuenta que el arte, especialmente el contemporáneo, ha cimentado sus bases de comunicación sobre el fenómeno de la expresión que lleva al espectador hacia una mirada interpretativa sobre el propio hecho artístico. La obra de arte es patrimonio y exégesis de quien la experimenta, movido por lo que cree es la vocación explícita de esa misma obra.  Para discrepar con el autor, diré que una de las exposiciones más interesantes a la que he asistido se trató de una instalación en el Museo de Arte de Houston sobre la convivencia del artista conceptual Joseph Beuys con un coyote. En ella, Beuys traza la bitácora de cohabitación con un animal y de qué modo el artista sufre un proceso alterno de animalización. Que cada cual saque sus propias conclusiones, y dejemos el lanzamiento de piedras a favor de reflexionar libremente sobre el arte de nuestro tiempo. La frase de Beuys de que “todo ser humano es un artista” no debe figurar entre las favorecidas por el arequipeño. Sin embargo, para justificar a Vargas Llosa compartiremos con él que el arte no progresa, no es como la tecnología o la medicina: es la expresión de un vivo tiempo al que se encomienda y dedica.
Apunta nuestro autor a que una de las causas que ha contribuido a trivializar la actividad cultural ha sido su propia democratización que ya no está en manos de una élite. Eso que llamamos “Cultura” en mayúsculas, despojada de su versión popular, ha ido a parar a las universidades cuyos estudios según sus palabras son sólo accesibles a los especialistas. Para Vargas Llosa la literatura más representativa de nuestra época la constituye la light, a la que parangona con la literatura entretenida. Se trata de un tremendo despropósito de Varguitas: de allí regresa al pasado y defiende aquellos grandes textos y autores como la literatura de formación, recluida en lo que se llamó Bildungsroman, del tipo que hacía Thomas Mann con La montaña mágica.  Este modo de escribir no puede ser propio de nuestros días no por otra cosa sino porque los temas se han dinamizado de tal forma que el mundo ha superado esos patrones de formación y de edificación espiritual del pasado. El escritor del ahora mira la realidad con los catalejos de un mundo que parece haber superado la entrega a esa misma literatura como un refugio para su aprendizaje moral, además vencido este último por los eventos de la historia, con la que hemos caminado para llevar al banquillo de los acusados los valores que imperaron en el mundo hasta la víspera de las dos guerras mundiales. A mayor abundamiento, tanto el estructuralismo como la postmodernidad resolvieron la disección descarnada del hecho artístico como si se tratase de un dispositivo al que hay que mirar sin más sus piezas, y en la que se abjura de todos esos valores supremos que heredamos desde la Ilustración hasta nuestros días. Como hija de su tiempo, no puede haber una literatura que distinga valores idénticos en estos momentos en que el robot Curiosity nos despacha imágenes desde Marte a la literatura que se componía en la Viena del carruaje. De modo que Mann, Virginia Woolf, Dostoievski, Kafka o Charles Dickens escribieron ante todo constreñidos por un tiempo, y si nos siguen emocionando hoy es porque el poder convocante de sus frases y propósitos nos hablan de una literatura que no ha perdido su oxígeno de convicción. Pero para un escritor escribir al modo de ese tiempo no sería más que un desajuste temporal o una impuntualidad desconcertante.
Insiste mucho Vargas Llosa en lo light: en el cine light, en el arte light que da una impresión cómoda a su consumidor con un mínimo esfuerzo intelectual, según insiste nuestro autor. Basta echarle una mirada a todas las películas que acuden anualmente a los festivales de Cannes, Berlín o Sundance para darse cuenta de que el gran talento y el discurso que transgrede la superficie siguen conviviendo al lado de los grandes blockbusters que jalonan la pantalla mundial. El hecho adicional de que el cine persista fijando objetivos sobre el entretenimiento sigue siendo un gran consuelo para obviar la realidad (que es el sentido de las grandes historias) o construir una guarida en un mundo que nunca ha dejado de estar desportillado. Vale la pena insistir que vivimos en un mejor mundo que hace 50 o 60 años. La probable conclusión, al estilo de Jorge Manrique, socorrida por nuestro autor sin decirlo de que “todo tiempo pasado fue mejor”, no lo es en tanto y en cuanto hay una democratización de la cultura que la ha puesto al servicio de un número creciente de personas donde conviven la cultura en mayúsculas y en minúsculas, entendida esta como la cultura pop y de las masas. La televisión que el autor acusa con especial ímpetu es un ejemplo de ello: al lado de los sosos enlatados como Desperate Housewives, conviven series tan inteligentes como The Big Bang Theory. La historia misma de la creación divide sus aguas entre un público culto y otro ávido de mediocridad. Incluso el público culto abreva su sed cultural en lo massmediático y pueril como igualación contemporánea que muestra el sentido horizontal de los tiempos que corren.
El mundo de la información también es esquilmado por don Mario al que atribuye que “vivimos en una época de grandes representaciones que nos dificultan la comprensión del mundo real”. El problema es de simultaneidad. Hoy seguimos en tiempo real los bandazos del huracán Sandy en la costa este de los Estados Unidos, el bombardeo de un refugio de terroristas, las inundaciones en los campos de Pakistán o la última extravagancia de Lady Gaga. Toda esa información a la vez ha hecho que la humanidad se haya insensibilizado frente al hecho noticioso, pero no deja de ser cierto que el conocimiento ecuménico y puntual que tenemos del mundo nos ha hecho ciudadanos más responsables frente a los excesos. Y sobre el peligro que corren las democracias ante políticos más o menos frívolos o con apetito totalitario, ha hecho que este mismo peligro disminuya porque en cada terrícola hay la tentación de mostrar su versión de cualquier horror en YouTube o para denunciarlo en Twitter como un recurso de la aldea global para inhibir las amenazas al mundo libre. La conclusión es optimista: no habrá un Big Brother que nos controle por la hermandad creada en respaldo de la libertad. Aquí Vargas Llosa aprovecha para poner en el estrado a Julian Assange y sus wikileaks. No cabe duda: son chismes, pequeñas incidencias como aquella de la inestabilidad mental de la presidenta Cristina Kirchner, lo que parece cierto a juzgar por sus últimas acciones. Pero una vez más, la aldea global está más interesada en conocer que en ignorar. Y ese es el valor de una creciente democracia de la información. Dice Vargas Llosa que hay pocos estadistas ejemplares hoy en día como Nelson Mandela. Y los habrá cada día menos porque un individuo como Mandela es el producto de una época que poco a poco se va desdibujando con el enfrentamiento de la humanidad ante los desmanes de las tiranías y los sistemas de exclusión.
El libro toca temas como el papel de las religiones y la política, pero también don Mario se pasea por la Internet y el libro electrónico, donde a la primera la describe como portadora de un conocimiento fragmentario o parcial. Alguien alguna vez dijo que Internet o Wikipedia eran la enciclopedia de los pobres. Y más que pobres, Internet nuevamente ha democratizado el conocimiento. ¿Cuánto costaba en su época tener en los anaqueles de una biblioteca la Enciclopedia Británica? Hoy en día todo el conocimiento rueda por el ciberespacio como un Aleph del tamaño de un chip digital. Es motivo de júbilo y por tanto nadie tiene la excusa de estar al margen del conocimiento. Y no es cierto que con nuestro uso de esos medios estemos recurriendo a que la inteligencia artificial piense por nosotros. Todo lo contrario: con mayor información, crece nuestra perspectiva y nuestro juicio. Con el libro electrónico, quizás es donde don Mario se pone más severo al decir que sus autores se amoldarán de tal forma a él que el producto se las verá con eso que Marshall MacLuhan definía con que el “mensaje es el medio”, y que terminará siendo manipulado por el instrumento. A veces da la impresión de que estamos ante un humanista que invoca el pasado con el lamento de su partida, pero a ratos creemos leer a un Robocop con un chaleco antibalas disparando contra las tendencias novísimas de la sociedad contemporánea.
Lo interesante de este libro es que vuelve a llamar a la reflexión y que en todo caso para utilizar sus palabras: “La revolución de la información está lejos de haber concluido”. A pesar de los disgustos y augurios del autor, no desaparecerán la literatura, ni el arte, ni la filosofía: dispondrán de nuevos dispositivos para su promoción. Sobra decir que también estarán los críticos como el Nobel peruano para seguir poniendo el dedo en la llaga en nuestra fascinante historia de la cultura, como historia indetenible de nuestros quehaceres.

El mejor arte posible


El mejor arte posible

Entre el espectáculo y la resistencia: política, arte y literatura

Tres jóvenes intelectuales –un ensayista político, una especialista en arte contemporáneo y un crítico literario– reflexionan sobre sus disciplinas en el mundo de hoy a partir de la crítica expuesta por Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo.
Julio 2012 | Tags: 
Parece mentira [que] hoy en día, en pleno siglo dieci... veinte.
Les Luthiers

Sigan riendo, si les gusta reír; pero tengan cuidado, porque desde este momento se están riendo de su propia ceguera.
Émile Zola

¡Extra! ¡Extra! ¡En la actualidad todo puede ser arte! ¡El gesto provocador y despojado de sentido bastan para coronar falsos prestigios! ¡El arte capitalista es la apología del despilfarro excéntrico! ¡Los artistas reciben cantidades increíbles de dinero por no hacer arte! ¡La frivolización ha llegado a extremos alarmantes! ¡La belleza está sepultada! ¡El sistema está podrido hasta los tuétanos! ¡Los curadores son auténticos mercenarios, matan a sueldo y en este caso la víctima es el arte! ¡Extra! ¡Extra!
Puede sonar a invento pero no lo es: estas frases son fruto de la inspiración de gente que, queremos creer que con la mejor de las intenciones, se tomó la molestia de, encima, mandarlas a imprenta –porque, desde luego, quién si no va a instruir a la opinión pública y ponerla sobre aviso–. Y, bueno, sí, los signos de exclamación son míos, pero, créanme, no el tono –¿o me van a decir que se pueden pronunciar las palabras “el arte capitalista es la apología del despilfarro excéntrico” sin alzar la voz?–. Es en serio: esos enunciados –entre consignas y encabezados del Alarma– han aparecido tal cual en las páginas de periódicos, revistas y libros reales. Esas voces, que venimos oyendo desde hace años, son las de verdaderos columnistas, críticos y hasta un premio Nobel de Literatura, que han tomado como suya la tarea de desenmascarar al arte contemporáneo que, nos dicen, no hace otra cosa más que vernos la cara de tontos a todos –los demás, claro–. Y nos advierten: el problema no es que se haya vuelto cada vez más difícil distinguir una obra de arte de una simple cosa; eso es puro mal gusto y prueba, en todo caso, de que se trata de una fachada –una vil lavandería, pues–. Lo que asusta es lo que se oculta detrás: ¿o usted realmente cree que el arte contemporáneo se acaba en la superficie de las obras? Qué ingenuidad, si ese es el chiste de esta gran farsa: que parezca que se trata del trabajo que los artistas llevan a cabo en la única presencia de su subjetividad, su soberanía y su voluntad, cuando en realidad todo es un engaño gigantesco, montado desde las alturas por una entelequia globalizada –mejor conocida por su nombre diabólico: mercado– de la que somos meros títeres: el artista, usted y yo, el director del museo, el curador y, por supuesto, el coleccionista –el bobo que, encima, paga por ver–. Eso es lo que está del otro lado, nos dicen: intrigas, estrategias, intereses creados, conexiones secretas, algunos cadáveres (el gusto, la belleza, ¡el verdadero arte!). Paranoia de la buena, si me permiten. Uno lee a estos gendarmes –perdón, a estos, ellos sí, librepensadores– e intuye que hace mucho que perdieron contacto directo con las obras –eso ocurre cuando por postura básica frente al arte está una desconfianza agravada, que reduce un asunto primordialmente estético a un problema de credibilidad–. Digámoslo ya: para ellos no hay en esencia diferencia alguna entre las distintas obras contemporáneas; son una y la misma –pensamiento económico que permite concentrar la suspicacia en un solo objeto que pueda defraudar continuamente sus expectativas, no matter what–. Si acaso llegan a ir a un museo –aunque es más probable que se contenten con la especulación a la distancia– lo hacen solo para ratificar su malestar, su sospecha, pero sobre todo para comprobar, con orgullo, que son los únicos en la sala (qué digo la sala: ¡el mundo!) que reconocen la manipulación encubierta –así de solitaria es la batalla que deben pelear contra la necedad generalizada–. Los puedo ver caminando entre las obras mientras se dicen a sí mismos: ¡ajá!, ¡hasta creen que voy a caer en su trampa!
Y sobra decir que estos predicadores –perdón, estos formadores de opinión– fallan por completo a la hora de poner el asunto en términos artísticos. Sus observaciones nunca son sobre el arte específico; ellos dicen que es porque ahí delante no hay nada –solo vacío–, y les creo: tan grave es su miopía, que no van más allá de sus prejuiciosas narices –claro, para qué recorrer el tortuoso y largo camino de la comprensión si se tiene delante el atajo que lleva directo a la condena–. Por eso suelen dirigir sus ataques al más obviamente limitado de los artistas (digamos, Damien Hirst, que por otra parte también es el más vistoso de todos –de nuevo, para qué molestarse en ir más allá–), en cuyas evidentes carencias pueden tranquilamente basar su teoría general del arte contemporáneo. Que sería exactamente lo mismo que tomar como prueba máxima de las deficiencias de la literatura de nuestro tiempo la lectura exclusiva de la obra de, digamos, Paulo
Coelho. Y lo de menos son sus críticas desfavorables: ni siquiera son capaces de entrar en contacto con el problema, de reconocerlo. Pero, desde luego, aciertan como acierta la prensa amarillista: a golpe de exageraciones. Y, como cabe esperar, dan en el blanco de ciertas sensibilidades afines a la postura de que el arte actual no es más que una tomada de pelo. Todo lo cual parece dar la razón al teórico Boris Groys, que hace no tanto observaba que la teoría de la conspiración se ha vuelto –después de la muerte de Dios– la única forma de metafísica tradicional que sobrevive como discurso acerca de lo oculto y lo invisible. Tal es el axioma de toda mente propensa, ante todo, a desconfiar del arte: entre más inaccesible resulte más sospechas despierta de que en el fondo se trata de un complot. Es decir, que la pregunta que se hacen no es otra que a quién le sirve que exista esa obra. O, en otras palabras, ¿quién o qué se esconde detrás? (A. La CIA; B. La bolsa de valores; C. Los alienígenas; D. Salinas de Gortari.) La teoría de la conspiración es lo único que merece su confianza ciega y por eso pueden afirmar, con la mano en la cintura, cosas como que, en este mundo patas arriba, los artistas contemporáneos –esos advenedizos– triunfan, no por buenos, desde luego, sino por listillos que saben lo que se necesita para tener éxito en “la selva promiscua en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días”. Esa más o menos es la tesis central de los que así opinan: que los artistas son o de plano imbéciles o están cegados por una ambición sin freno que les impide ver que sus acciones, que ellos creen libres, son en verdad parte de un gran diseño que los trasciende por entero. Y no nos va mucho mejor a los espectadores que nos inclinamos a pensar que el arte contemporáneo es digno de la mayor atención. Pero qué vamos a saber nosotros, que carecemos de “defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y extorsiones” de que somos víctima. Claro, por eso no nos enteramos de nada
–porque somos como niños, o como El Borras, ya en esas–. No como ellos, para quienes no es claro sino transparente que “las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas”, los que confieren, en palabras del reciente Nobel de Literatura, “el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta indolencia”. Nada más falta que nos den la espalda y se pongan a hablar en latín. Terrorismo puro, si me permiten. ¿Creen que exagero? Lean esto:
La crítica, el mercado y el público que le gusta este “arte contemporáneo” son una mafia, un grupo elitista que está de espaldas al otro público, el gran público, otra sociedad que sí quiere ver y necesita de arte verdadero.1
El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchandsy que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, solo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.2
[Existe] un clan artístico hegemónico que en la ciudad de México se expande entre el INBA, el mercado nacional vinculado con elmainstreamy la Universidad Nacional Autónoma de México.3
Clanes, mafias, operaciones encubiertas, atracos... Teoría de la conspiración del más alto nivel. Y todo para llegar a lo mismo: el arte contemporáneo es un fraude. Si esto fuera cierto, nos tendríamos que preocupar seriamente. El fraude supone el intento –ilegítimo, claro está– de suplantar al verdadero arte, de hacerse pasar por él. Como si, de nuevo, todo fuera un gran montaje, de años y años, y bastara con recorrer una cortina –el velo cegador– para encontrar ahí –amordazado, suponemos– al arte genuino que ha sido malamente desbancado por un sucedáneo de menor categoría. Como si de verdad detrás de cada obra contemporánea hubiera un cuadro, una escultura malograda; un embrión al que este arte embustero impidió salir a la luz. Así piensan los que se enfadan al no encontrar en las obras contemporáneas rasgo alguno del arte santo de su devoción. Detestan las obras que perturban sus hábitos; por eso se apresuran a señalar: ¡impostura!, porque lo que ven ahí se aleja –a zancadas– de los modelos tradicionales, motivo de sus mayores fruiciones. Porque esa es la cosa: si se ataca al arte contemporáneo, ¿qué se está en realidad defendiendo? Curiosamente, nunca leemos de estos detractores que este arte no merezca su interés porque desoiga las direcciones de trabajo que impone nuestra época o porque no logre transcribir con precisión la sensibilidad del presente o porque no vaya en una dirección suficientemente radical o significativa o, en una palabra, nueva. Todo lo contrario, si alguien les pregunta qué cosa mejor cabría intentar en lugar de esta, la respuesta nunca apunta realmente a rincones inéditos sino que siempre está dirigida al viejo desván. Lo que nos proponen, sin dar más vueltas, es la reincorporación –por no decir la franca imitación– de estilos antiguos. Para estos fiscales del gusto –presas de los más rancios criterios miméticos– el arte contemporáneo tiene solución, y esa solución es la pintura de caballete, la talla del mármol. Por favor, suplican, ¡que el arte no incida en el mundo, que no lo modifique de ningún modo, que solo lo haga verse mejor! Y ese es el principal problema, que creen que el arte es una cuestión de gustos –y no de responder, una y otra vez, a la pregunta acerca de cuál es la producción artística relevante y reveladora e interesante y, sobre todo, posible en este momento– y, lo que es más, están persuadidos de que se puede dar marcha atrás sin miramiento alguno, porque para ellos las soluciones a las que llegaron, trabajosamente, los artistas y las escuelas del pasado, están todavía disponibles y son intercambiables, según la ocasión. Pero, desde luego, como si se tratara de modelos de coches, lo que uno obtiene cuando compra usado es un hermoso ejemplar vintage. Así ocurre en el arte cuando se intenta producir una obra que parezca contemporánea, sí, pero de Watteau, de Uccello, o vaya usted a saber de quién. El cuadro puede estar muy bellamente pintado, pero al final va a despertar en quien lo mire una emoción de naturaleza un poco más arqueológica, por muy intensa que sea. Ese es el error: creer que la destreza que muestra alguien para pintar o esculpir a la manera de Miguel Ángel basta para colocarlo automáticamente al lado del gran maestro; más aún: para volverlo a él mismo un gran maestro. Siendo honestos, no es tan complicado producir algo que pueda ser inmediata y claramente identificado como arte –nada que no se pueda conseguir con la suficiente perseverancia–. Lo dijo hasta el presidente Truman, cuando acusó al arte moderno de ser “nada más que los vapores de gente perezosa y a medio cocer”: “la habilidad para hacer parecer que las cosas son lo que son es el primer requisito del artista” (idea, por cierto, afín al general Eisenhower que solía decir que “para ser moderno no tienes que estar chiflado”). Basta darse una vuelta por el Jardín del Arte, para comprobar que, de hecho, este tipo de arte se produce sin descanso y en grandes cantidades. Es indudable que rascándole uno puede encontrar por ahí una o hasta dos piezas que no tendría reparos en exhibir en la sala de su casa. Pero de ningún modo se podría ir más lejos hasta insinuar que estos ejercicios relativamente afortunados merecen, solo porque nos agradan, estar en un museo, aunque no hagan el menor intento de ser originales o innovadores. Esa es su gracia: que son pretendidamente viejos, gastados. Y, al final de cuentas, facilones. En realidad, lo verdaderamente difícil es hacer algo que en primera instancia no se parezca al arte que conocemos de sobra. Eso es lo que hace valiosa a una obra cuando aparece: que no se le pueden aplicar los criterios tradicionales del arte y, por tanto, no se le puede reconocer, de momento, como tal (por eso Nietzsche decía que el arte es “una especie de culto al error”, a la excepción). Esa tensión es esencial al arte verdadero. Pero, desde luego, nada pone más nerviosos a los guardianes del orden público que el descontrol, que la falta de certezas –ay, la maldita subjetividad–. ¡Firmes! ¡Ya! ¡Paso redoblado! ¡Ya! ¡No rompan filas! ¡Por ningún motivo rompan filas! A ellos, los que necesitan tener siempre el mismo horizonte delante, el arte contemporáneo –tan disperso, tan cambiante– los hace rechistar. Prefieren la tranquilidad que ofrece la naftalina. Prefieren las resurrecciones acartonadas, las obras que se ajustan a un ideal que nos llega de todos los tiempos menos del nuestro. Prefieren el efectismo de un arte habilidoso y engominado que brilla por la ausencia de todo riesgo. Prefieren, incluso, en nombre de una antigüedad harto ensalzada, que la belleza –su mantra– sea vulgarizada por cualquiera que tome un pincel y vivifique el pasado, trayéndolo a nosotros, no importa en qué estado (y para deleite infinito del gusto oficial –una contradicción de términos, lo sé–). Y ni cuenta se dan de que al preferir todo esto están apostando, ellos sí, por el más fraudulento de los fraudes. ¡Pero todo antes que esas obras tan contemporáneas!
No voy a negarlo, este enredo es en parte culpa del arte, que ha buscado levantar nuestras sospechas por todos los medios. Este arte que ha entendido la autonomía como ruptura con la opinión y el gusto públicos. Este arte que le ha dado total libertad al artista para que haga su obra atendiendo únicamente a su imaginación y sin tener que justificarse en modo alguno. Este arte que, en efecto, puede ser casi cualquier cosa, siempre y cuando esa cosa sea exhibida como arte. Este arte que, para acabar, puede ser –y continuamente lo es– arbitrario, caprichoso y extremadamente frívolo, se ha esforzado por establecer un juego de confianza y desconfianza al que es muy difícil sustraerse –ahí nada es estable: las fronteras se mueven todos los días, las definiciones cambian, los discursos se renuevan constantemente, las formas son en extremo maleables–. Solo a un loco se le ocurriría llevar su entusiasmo al punto de afirmar que todas las obras contemporáneas son buenas obras de arte, solo porque son contemporáneas. En absoluto; como ocurre con los productos de la retórica de una época, sobre todo hay esperpentos. Siempre ha sido así. En una de las notas que Zola debió publicar para defender la pintura de Édouard Manet de los ataques furibundos de la crítica de entonces, el escritor se horroriza ante la perspectiva que le depara el Salón de ese año: “Nunca he visto tal acumulación de mediocridad. Hay dos mil cuadros y no hay diez hombres. De estas dos mil telas, doce o quince hablan un lenguaje humano; las otras se complacen en las necedades de los perfumistas.”4 Lo mismo pasa ahora: uno visita una feria de arte contemporáneo y se asombra de que sea posible reunir tanta insignificancia en un solo lugar. Pero, desde luego, esas doce o quince obras que de pronto nos deslumbran hacen que nuestra relación con el arte se renueve –que reaparezca intacta, tan crucial y violenta como la primera vez que vimos un Picasso, un Caravaggio, un Duchamp–. Lo único que puedo decir con justicia es que el arte contemporáneo es la mejor de las expresiones artísticas que puede haber y tiene, además, una ventaja sobre el resto de los intentos a medias: que es de a de veras –no una modalidad artificiosa que busca salir al paso poniendo cara de arte serio.
Y al que no le guste, puede ir a refugiarse a su museo imaginario (qué idea esta: preferir cerrar los ojos antes que entregarse al juego de la realidad). ~

1 Avelina Lésper, crítica del suplemento cultural Laberinto de Milenio, en una entrevista realizada el 7 de febrero del 2009.
2 Mario Vargas Llosa, “Caca de elefante”, El País, 21 de septiembre de 1997.
3 Blanca González Rosas, crítica de la revista Proceso, en su artículo “La Bienal de Venecia: Cinismo y sumisión”, publicado el 7 de junio de 2011.
4 “El momento artístico”, 1866.

¿Alta cultura o cultura de masas? Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky


¿Alta cultura o cultura de masas?

Conversación entre Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky

El pasado mes de abril, Vargas Llosa honró su talante liberal al dialogar sobre su más reciente libro con el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, con quien mantiene una lúcida discusión sobre la alta cultura frente a la cultura de masas. Bajo los auspicios del Instituto Cervantes y la moderación de su directora de Cultura, Montserrat Iglesias, presentamos una edición de este encuentro.
Mario Vargas LlosaLa civilización del espectáculo es un ensayo que expresa una preocupación, cierta angustia al ver que lo que entendíamos por “cultura” cuando yo era joven ha ido transformándose en algo muy diferente a lo largo de mi vida hasta convertirse en la actualidad en algo esencialmente distinto de lo que entendíamos por “cultura” en los años cincuenta, sesenta y setenta. El libro trata de describir más o menos en qué ha consistido esta transformación y también de ver qué efectos puede tener esa deriva que ha tomado lo que hoy día llamamos cultura en distintos aspectos de la actividad humana –lo social, lo político, lo religioso, lo sexual, etcétera–, puesto que la cultura es algo que impregna todas las actividades de la vida.
El libro no quiere ser pesimista, pero sí quiere ser preocupante e incitar a reflexionar sobre si esa importancia esencial y hegemónica que han tomado el entretenimiento y la diversión en nuestro tiempo puede convertirse también en la columna vertebral de la vida cultural. Creo que es algo que está ocurriendo, y que está ocurriendo con el beneplácito de amplios sectores de la sociedad, incluidos aquellos que tradicionalmente representaban las instituciones y los valores culturales.
Desde mi punto de vista, Gilles Lipovetsky, uno de los pensadores modernos que han analizado con mayor profundidad y rigor esta nueva cultura. En libros como La era del vacío o El imperio de lo efímero ha descrito con gran conocimiento en qué consiste esta nueva cultura. A diferencia de mi caso, se ha acercado a ella sin inquietud, sin alarma, por el contrario con simpatía, advirtiendo en ella elementos que considera enormemente positivos: por ejemplo, el efecto democratizador de una cultura que llega a todo el mundo, una cultura que a diferencia de la cultura tradicional no hace distingos, no está monopolizada por una élite, por cenáculos de clérigos o de intelectuales, sino que de alguna manera permea al conjunto de la sociedad.
Dice también, cuestión desde luego interesante y debatible, que esta cultura ha permitido una liberación del individuo, porque, a diferencia de lo que ocurría en el pasado –cuando el individuo en cierta forma era prisionero, expresión de una cultura–, el individuo de nuestro tiempo puede elegir entre una panoplia de posibilidades culturales, ejercitando de esta manera no solo una soberanía y una voluntad, sino también una afición, una predisposición. Dice que esta cultura es una cultura del placer, que permite que uno busque su placer en actividades que hoy tienen ese signo, el ser culturales, aunque en el pasado no se les considerase como tales. Son ideas debatibles que me convencen a ratos y a ratos me dejan pensativo, y por eso creo que este puede ser un diálogo sumamente fructífero entre dos acercamientos a un mismo fenómeno desde posiciones que son diferentes pero que podrían de cierta manera ser complementarias.

Gilles Lipovetsky: Muchas gracias a usted, Mario, por esta bella presentación en la que me reconozco totalmente.
Subraya usted que esta sociedad del espectáculo crea una suerte de base ácida para el sentido noble de la cultura. Estoy de acuerdo con usted en este aspecto. He intentado teorizar sobre esta idea en un libro de próxima publicación y voy a permitirme desarrollar un poco este punto, porque creo que va en el sentido que usted enfoca. ¿Qué era la cultura noble, la alta cultura, para los modernos (y así no irnos muy lejos en la historia)? La cultura representaba el nuevo absoluto. Cuando los modernos comenzaron a desarrollar la sociedad científica y democrática, los románticos alemanes crean una especie de religión del arte, que asume la misión de aportar lo que no daban la religión ni la ciencia, porque la ciencia simplemente describía las cosas. Se produce una sacralización del arte. Los siglos XVII y XVIII nos dicen que el poeta y los artistas en general son los que muestran el camino, son los que dicen lo que antes decía la religión.
Cuando advertimos lo que es la cultura en el universo del consumo, en el universo del espectáculo, lo que llama usted la “civilización del espectáculo” –estoy totalmente de acuerdo con esa denominación: es un título magnífico–, lo que observamos es justamente la caída de ese modelo. La cultura se convierte en una parte del consumo, en una célula del consumo. Ya no estamos esperando a que la cultura cambie el mundo, como pensaba Rimbaud: cambiar la vida, cambiar el mundo. Esa era la tarea de los poetas, como Baudelaire, que rechazaba el mundo de lo utilitario. Creían que la alta cultura era lo que podía cambiar al hombre, cambiar la vida. Ahora ya nadie puede pensar que la alta cultura va a cambiar la vida. En este plano es la civilización del espectáculo la que, de hecho, ha ganado. De la cultura lo que esperamos es divertimento, una diversión un poco más elevada, pero fundamentalmente hoy lo que cambia la vida es el capitalismo, es la técnica. Y la cultura viene a ser la aureola de todo esto.
Podemos tener una visión estrictamente negativa, que no es totalmente la suya, de esta civilización del espectáculo y en general de la sociedad de consumo. Sin embargo, durante los años en los que he estudiado a la sociedad contemporánea he intentado demostrar el potencial positivo, a pesar de todo, que representa. Si tomamos el modelo tradicional de la cultura, la parte negativa es mayor, sí, es innegable. Pero la vida no solo es cultura. La vida es también la política –para nosotros, la democracia–, son las relaciones con los demás, la relación consigo mismo, con el cuerpo, la relación con el placer y con muchos otros elementos. En este plano podemos decir que la sociedad del espectáculo, la sociedad de consumo, que por un lado ha masificado los comportamientos, ha dado un mayor grado de autonomía a los individuos. ¿Por qué? Porque ha hecho que caigan los megadiscursos, las grandes ideologías políticas que marcaban a los individuos, que los ponían dentro de un régimen estanco, y los ha sustituido con el tiempo libre, con el hedonismo cultural. Las personas, en general, ya no quieren seguir a las grandes autoridades: quieren vivir felices, quieren buscar la felicidad con los medios que tengan, aunque, añadiría, no siempre lo consiguen. De cualquier manera, la sociedad de consumo, por medio del hedonismo, ha multiplicado los modelos de vida y las referencias. La televisión, por ejemplo, que ha representado una suerte de tumba de la alta cultura, ha nutrido de referencias a la gente, ha abierto los horizontes: permite a los individuos comparar. En este plano, la revolución de los modos de vida de la sociedad del espectáculo ha permitido la autonomización de los individuos, creando una especie de sociedad a la carta donde estos construyen sus modos de vida.
Creo que es un aspecto importante, porque las sociedades donde domina el espectáculo son, en general, sociedades consensuadas sobre el pacto democrático. Ya no hay luchas sociales que acaban en baños sangrientos y se ha rechazado en todos estos lugares la figura del dictador. En ese sentido creo que la sociedad del espectáculo ha permitido a las democracias vivir de una manera menos trágica, menos esquizofrénica que antes. Eso nos ha liberado en cierto modo de las dos vertientes fundamentales, o los dos grandes vicios de la edad moderna: la revolución y el nacionalismo. Donde triunfa la sociedad del espectáculo existen los nacionalismos, pero no son sangrientos, y la revolución –la gran epopeya, la gran esperanza revolucionaria escatológica que anunciaba, por ejemplo, el marxismo– ya no tiene muchos fieles ni mucha credibilidad. Recordar lo que los nacionalismos y las revoluciones significaron para el siglo XX nos permite evitar las lecturas apocalípticas de la sociedad del espectáculo, aunque sigamos siendo críticos con ella.
Mario Vargas Llosa: Esos son los aspectos positivos de lo que podríamos llamar la civilización del espectáculo, con los que coincido en general. Ahora, veamos algunos negativos. La desaparición o el desplome de la alta cultura ha significado también el triunfo de una gran confusión. Con la alta cultura se han desplomado ciertos valores estéticos sobre los que no existe ya un canon o un orden de prelación, unas ciertas jerarquías que la vieja cultura había establecido y que eran más o menos respetadas. Eso hoy prácticamente no existe. Por una parte se puede decir que es extraordinario porque significa que en la actualidad tenemos en el campo de la cultura una libertad infinita. Pero dentro de esa libertad también podemos ser víctimas de los peores embaucos. Y concretamente en algunos de los campos de la cultura es hoy una realidad que verificamos cada día. Quizá el más dramático sea el de las artes plásticas. La libertad que las artes plásticas han adquirido consiste en que todo puede ser arte y nada lo es. Que todo arte puede ser bello o feo, pero no hay manera de saberlo; no tenemos el canon que antes existía y que nos permitía diferenciar lo excelente de lo regular y de lo execrable: hoy todo puede ser excelente o execrable. Al gusto del cliente. En el mundo del arte la confusión ha alcanzado unos extremos que llegan a ser cómicos y risibles. El gran talento y el pícaro se confunden porque ambos son víctimas de mecanismos, el de la publicidad, por ejemplo, que en última instancia tiene la palabra final. Es verdad que en otros campos la confusión no ha llegado a estos extremos, pero de alguna manera se ha infiltrado y existe también un enorme desconcierto.
Si la cultura es puramente entretenimiento, no importa nada. Si se trata de divertirse, un embaucador puede divertirme más que una persona profundamente auténtica, sin duda. Pero si la cultura significa mucho más, entonces sí es preocupante. Y yo creo que la cultura significa mucho más; y no solamente por el placer que produce leer una gran obra literaria o ver una gran ópera o escuchar una hermosa sinfonía, o ver un espectáculo exquisito de ballet, sino porque el tipo de sensibilidad, el tipo de imaginación, el tipo de apetitos y deseos que la alta cultura, el gran arte, producen en un individuo lo arman y equipan para vivir mejor: para ser mucho más consciente de la problemática en la que está inmerso, para ser mucho más lúcido respecto a lo que anda bien y a lo que anda mal en el mundo en el que vive. Y también porque esa sensibilidad así formada le permite defenderse mejor contra la adversidad y gozar más, o en todo caso sufrir menos.
Hablo de una experiencia personal. Yo creo que haber podido leer y gozar con Góngora, haber podido leer y entender el Ulises de Joyce ha enriquecido mi vida enormemente. Y no solo por el placer que me dio vivir aquellas experiencias culturales, sino porque me hicieron entender mejor la política, me hicieron entender mejor las relaciones humanas, me hicieron entender mejor lo que es justo y lo que es injusto, lo que anda bien y lo que anda mal y lo que anda muy, muy mal. Llenó una vida de la que la religión había desaparecido cuando yo era muy joven de una espiritualidad que sin esas lecturas no habría tenido. Estoy hablando desde un punto de vista individual, pero si nosotros extendemos esto al conjunto de la sociedad y lo que esta cultura significa desaparece y es sustituida por el puro entretenimiento, ¿qué pasa con lo demás? ¿El puro entretenimiento es capaz de armar a una sociedad suficientemente como para enfrentar todas esas problemáticas?
No estoy en contra del capitalismo, estoy a favor del capitalismo, creo que ha significado un extraordinario avance para la humanidad: nos ha traído mejores niveles de vida, un tipo de desarrollo científico que nos permite vivir infinitamente mejor que nuestros antepasados. Sin embargo, los grandes pensadores del mercado siempre lo dijeron: el capitalismo es un mecanismo frío, es un mecanismo que crea riqueza y que crea también un egoísmo que pasa a formar parte de la vida cotidiana. Eso debe ser contrarrestado por una muy rica vida espiritual. Muchos teóricos capitalistas pensaban que esa vía espiritual era la religión. Pero otros, que no eran religiosos, pensaban que era la cultura. Yo creo profundamente que la mejor manera de contrarrestar ese egoísmo, esa soledad, esa competencia terrible y que llega a extremos de gran deshumanización, exige una muy rica vida cultural en el sentido más elevado de la palabra “cultura”, si no queremos llegar a algo a lo que desgraciadamente la sociedad contemporánea está llegando: a un vacío espiritual tal en el que todos esos aspectos negativos de la sociedad industrial, toda esa deshumanización que trae consigo, se están manifestando a diario.
A diferencia de Gilles, yo no creo que la civilización del espectáculo haya traído esa paz, ese sosiego, esa conformidad con lo existente que ha eliminado o disminuido la violencia. Todo lo contrario. La violencia está ahí, es una presencia constante en nuestras ciudades, que están profundamente impregnadas de criminalidad, hay una violencia que se manifiesta en los crímenes de género y en todo tipo de discriminación. Hay fantasmas que nacen, por ejemplo, con la crisis económica que se traducen en xenofobia, en racismo y en discriminación. Está presente la violencia contra las minorías sexuales, por ejemplo, que es manifiesta, con muy pocas excepciones, en todo el mundo. Y eso, ¿a qué hay que atribuirlo?, ¿cómo explicarlo? Creo que uno de los factores en los que esa violencia se manifiesta de esta manera tan cruda, sin contrapesos y sin frenos, es precisamente el desplome de la alta cultura, que es la que enriquece la sensibilidad, la que de alguna manera nos lleva a preocuparnos por los grandes temas; una cultura que, además de ser entretenida, sea preocupante, inquietante, que genere en nosotros inconformidad y un espíritu crítico, algo que no puede crear jamás en sí una cultura que es pura diversión. Eso que en uno de los ensayos de Gilles se llama “cultura-mundo”.
No tengo nada contra el espectáculo, el espectáculo me parece formidable y a mí me divierte muchísimo. Pero si la cultura se vuelve solo espectáculo, creo que lo que va a prevalecer en última instancia más que el sosiego es el conformismo. Una especie de conformismo, de resignación, de actitud pasiva. Y en la sociedad moderna capitalista, la pura pasividad del individuo significa no el reforzamiento de la cultura democrática sino el desplome de las instituciones democráticas. Porque esa actitud va en contra de la participación activa, la participación creativa y crítica del individuo en la vida social y en la vida política y cívica. Uno de los fenómenos para mí más inquietantes de la sociedad contemporánea es esa desmovilización de los intelectuales, de los artistas frente a los temas cívicos, el desprecio absoluto a la vida política, considerada una actividad sucia, innoble, corrompida, a la que hay que darle la espalda, con la que no hay que de ninguna manera ensuciarse. ¿Cómo puede a la larga sobrevivir una sociedad democrática sin una participación de la gente más pensante, de la gente más sensible, de la gente más creativa, de la gente con mayor imaginación?
El desplome de la alta cultura no es solamente una pérdida para una minoría, para esa élite que disfrutaba de los placeres exquisitos del intelecto y la sensibilidad, sino que el conjunto de la sociedad sufre y puede padecer los estragos que de ello puedan resultar.
Montserrat Iglesias: En La civilización del espectáculohay una continua reflexión a lo largo de sus páginas sobre el papel que ha jugado la religión o el laicismo a través de las artes en el sentido de la trascendencia. ¿Cómo encuentra esa trascendencia en su idea de cultura-mundo?

Gilles Lipovetsky: La trascendencia la encontramos en la perpetuación de la exigencia ética, que no ha muerto. A menudo asociamos la sociedad del espectáculo con la desaparición de los ideales. Esta, sin duda, es una vertiente, pero no es la única. En las nuevas generaciones de gente comprometida hay una base que ya no es la base política, que era la que aparecía en generaciones anteriores, sino que está vinculada con la exigencia de la generosidad, de la ayuda mutua. Esto muestra que la sociedad contemporánea no es sinónimo de cinismo absoluto o de nihilismo. Es la vertiente dominante, estoy de acuerdo, pero hay contratendencias. Lo vemos con las ONG, con los voluntarios, gente que se compromete y da su tiempo y que busca hacer algo no solo por sí misma sino por los demás. Reconozco que no es un fenómeno generalizado, pero me sorprende que la sociedad del espectáculo, a pesar de todo, favorezca esas muestras de generosidad a escala planetaria. La sociedad del espectáculo no solo crea egoísmo. También crea otros fenómenos que permiten equilibrar la balanza.
Quizá tengamos una visión distinta de la alta cultura. Usted ve en la alta cultura un contrapeso, una salvación frente a la desregulación mortífera de la sociedad del espectáculo y del capitalismo. (Usted no está en contra del capitalismo, sino que busca la manera de cómo humanizarlo. En este punto estamos de acuerdo.) No compartimos, sin embargo, el mismo optimismo. Usted piensa que la alta cultura es un medio capital, esencial para rectificar una vertiente del capitalismo. Yo, en cambio, soy más escéptico. Quizá tengo menos fe que usted en la alta cultura.
Ha dicho cosas muy interesantes sobre la violencia. Ha dicho que en la sociedad del espectáculo, que también se asocia a la diversión, se ha manifestado toda clase de violencia. Sin embargo, Oscar Wilde, durante un momento importante de la alta cultura, pasó veinte años, casi toda su vida, en prisión. También recuerdo que la nación más cultivada antes de la guerra era la alemana. La alta cultura no pudo proteger a los hombres de la barbarie absoluta que significó el nazismo en la nación de Goethe y Kant.
Yo soy académico, defiendo la alta cultura, pero pienso que también debemos proponer otras vías, distintas a la alta cultura. El conocimiento de las grandes obras es una vía, pero no es la única. Inmersos en la desorientación del mundo contemporáneo, lo que tenemos que hacer es devolverles la dignidad a los hombres, devolverles la fe en la actividad. No solo fe en el conocimiento y en el disfrute de las grandes obras. La alta cultura hace al hombre, pero también el hecho de que los individuos sean actores y que construyan su mundo. La escuela no debe quedarse ahí e ir en contra de la televisión, etcétera. La escuela tiene que dar herramientas para que los individuos se conviertan en creadores, no solo de arte o de literatura, sino creadores de todo.
La alta cultura, que es el humanismo, es una vía. Pero no es la única. Es una vía que debe acompañar a otras, sí, pero si la tomamos como la central, tendremos dificultades. En la sociedad de la imagen, de la diversión, es más difícil que las masas participen en este baño cultural. Que las personas de los lugares más humildes lean el Ulises de Joyce es muy difícil hoy. Es posible, pero muy difícil. De cualquier manera, creo que podemos vivir, y vivir bien, de manera digna, sin conocer las grandes obras.
Estamos de acuerdo en el diagnóstico del origen de la sociedad del espectáculo con el desplome de las jerarquías estéticas. Pero aquí tenemos que tomar un poco de espacio y observar que la sociedad del espectáculo no es la única responsable. Comenzó con la más alta cultura: en las vanguardias. Es ahí donde se da el ataque real contra el arte académico, el estilo, lo bello. Duchamp no es la sociedad del espectáculo y fue él quien abrió la vía a cualquier cosa, la idea de que en las exposiciones podíamos poner cualquier cosa y que solo por eso se llamaría “arte”. La sociedad del espectáculo captó esto, pero nació dentro de la alta cultura. La semilla del desplome de la estética y de la alta cultura está dentro de la propia alta cultura.
Al final, la sociedad del espectáculo no ha cambiado mucho las jerarquías estéticas. ¿Qué ha hecho? La sociedad del espectáculo crea algo inédito en la historia: el arte de las masas. Las artes eran artes tradicionales, artes rituales, artes mágicas, artes religiosas y artes de clase, artes aristocráticas. La sociedad moderna, desde el siglo XX, inventa algo que no existía hasta entonces y que podemos llamar el “arte de las masas”. El cine, por ejemplo. Una película es una obra que se dirige a todos, independientemente del bagaje cultural; no hace falta haber leído las grandes obras para apreciarla. El cine no ha cambiado la estética, ha creado algo distinto. Al lado de las grandes jerarquías estéticas ha creado un arte de la diversión que nos puede dar obras mediocres pero también piezas magníficas; cada vez más obras medianas, que no son grandes obras de arte pero tampoco son malas, producen emociones y hacen reflexionar a la gente.
El capitalismo –el cine es un producto del capitalismo, no hay cine sin capital– no debe rechazarse del todo. Ha creado el arte de masas. Ha creado, también, la publicidad, que podemos denunciar –no siempre es agradable verla, especialmente cuando interrumpe una película o algún programa cultural–, pero ¿cómo podemos pensar en una democracia sin ella? La prensa no existe sin publicidad; hoy, con internet, no puede vivir simplemente de sus lectores. Sin publicidad no puede existir una prensa libre. Hay que denunciar, sí, el fenómeno de publicización de todas las actividades, pero no podemos quedarnos en el aspecto negativo.

Mario Vargas Llosa: Me alegro que Gilles haya tocado el tema del nazismo. Lo primero que hizo el nazismo al llegar al poder fue una gran quema de libros frente a la Universidad de Berlín [hoy Universidad Humboldt], donde prácticamente toda la gran tradición cultural alemana ardió en una pira gigantesca. El nazismo, sin embargo, no ha sido el único movimiento totalitario que ha tenido una desconfianza cerval hacia la creación artística, hacia el pensamiento filosófico, hacia los artistas más o menos críticos de su tiempo, de su sociedad, a los que por supuesto reprimió brutalmente.
La primera acción de todas las sociedades autoritarias de la historia es establecer sistemas de censura por la gran desconfianza que les merecía la cultura. Y tenían razón. Veían en la cultura un gran peligro. Esto es la Inquisición, una institución que se crea para no permitir la libre emisión de las ideas, de las creencias, para encasillar el pensamiento, la vida intelectual, desde luego la vida espiritual, en ciertas normas precisas que respondían a las convicciones del poder. Eso es lo que hicieron el comunismo, el fascismo, el nazismo, todas las dictaduras que en el mundo han existido. Ahí tenemos justamente la mejor demostración de la importancia de tener una cultura rica, altamente creativa y libre. De hecho, una cultura rica y altamente creativa solo puede ser libre. Por eso una cultura rica y creativa es uno de los fundamentos de la libertad. Si ella desaparece es porque ha desaparecido la libertad en el seno de esa sociedad. Esa libertad puede desaparecer, desde luego, en razón de un régimen autoritario y brutal –Hitler, Stalin, Fidel Castro, Mao Tse Tung–, pero puede desaparecer también de otras maneras: a través de la frivolidad y el esnobismo, puede irse degradando cada vez más si llegamos a creer que para cierta gente Joyce, Eliot o Proust son absolutamente inútiles e inservibles –porque no tienen la cultura necesaria, porque tienen una preocupación inmediata mucho más apremiante, porque tienen necesidades que solventar...–. Ese tipo de pensamiento es muy peligroso. Creo que Proust es importante para todos, aunque algunos no sepan leer. Creo que de alguna manera lo que hizo Proust los beneficia también a ellos, a pesar de no estar en condiciones de leerlo. Proust creó un tipo de sensibilidad frente a ciertas cosas que, por ejemplo, hizo a los individuos que fueron capaces de contaminarse de ella más sensibles a la situación de esas pobres personas. Y les dio conciencia de que había unos derechos humanos. Ese tipo de sensibilidad resulta fundamentalmente de la cultura. Cuando la cultura no está detrás esa sensibilidad se embota extraordinariamente. Y eso explica que habiendo sido el nazismo lo que fue haya rebrotes todavía en la Europa más culta y más civilizada. Eso explica que habiendo vivido Europa la experiencia atroz del Holocausto el antisemitismo no solo no haya desaparecido sino que renazca periódicamente. Y que la xenofobia, que es por desgracia una tara universal, rebrote, y no en sociedades primitivas, incultas, sino en sociedades muy cultas, pero justo en aquellos sectores donde no llegan Proust, Eliot ni el Ulises de Joyce.
La alta cultura es inseparable de la libertad. Porque la alta cultura ha sido siempre crítica, ha sido siempre resultado del inconformismo y fuente de inconformidad. No se puede leer a Kafka, a Tolstói o a Flaubert sin convencerse de que el mundo está mal hecho, de que comparado con esas cosas tan hermosas, tan perfectas, tan bellas, donde todo es bello –lo feo y lo malo es también bello y hermoso–, el mundo real es tan mediocre en comparación con ese mundo maravilloso que crearon los grandes escritores, artistas. Esto crea en nosotros un sentimiento tremendo de inconformidad, de resistencia y de rechazo de la realidad real. Esa es la fuente principal del progreso y de la libertad. No solamente en el campo material, sino fundamentalmente en el campo de los derechos humanos y de las instituciones democráticas. La defensa de la alta cultura está ligada a esa gran preocupación por la libertad y por la democracia.
Es verdad que en las sociedades cultas del pasado se dieron injusticias monstruosas desde el punto de vista social y económico. ¿Qué nos hizo conscientes de que esas injusticias estaban ahí? La cultura. La cultura nos dio suficiente sensibilidad, suficiente racionalidad para hacernos conscientes de aquello que andaba mal a nuestro alrededor. Fue la cultura la que nos hizo entender que la esclavitud era injusta y que había que acabar con ella, que el colonialismo era injusto y que había que acabar con él, que toda forma de racismo y discriminación es injusta y violenta. Cuando Proust escribía En busca del tiempo perdidono sabía que estaba trabajando por la libertad y la justicia, pero lo estaba haciendo. Eso estaban haciendo Rembrandt, Miguel Ángel y Wagner cuando componía su música, aunque era racista en su vida privada. Es lo que han estado haciendo los grandes artistas, los grandes pensadores, los grandes creadores, cuya función no es la de los tecnócratas ni la de los científicos –con la contribución extraordinaria que ellos prestan a la humanidad–, que es un trabajo de especialistas, es un trabajo que va orientado en una dirección. El trabajo de los grandes humanistas, en cambio, no va orientado en una dirección, va orientado al conjunto de la sociedad y de alguna manera establece los denominadores comunes que se pierden en la sociedad con la modernización y la industrialización. La sociedad moderna va segregando, va separando a los individuos, y por eso en esta sociedad es tan importante un denominador común que nos hace sentir siempre solidarios y fraternos, porque establece entre nosotros una comunidad de intereses. Esa comunidad de intereses solo la crea la cultura. Esa comunidad de intereses no la establecen jamás la técnica ni la ciencia, que crea especialistas, crea divisiones absolutamente cerradas, incompatibles entre sí.
Por tanto, defender la alta cultura es defender no solamente a esa pequeña élite que goza con los productos de la alta cultura, sino que es defender cosas tan fundamentales para la humanidad como la libertad y la cultura democrática. La alta cultura nos defiende contra los totalitarismos, contra los autoritarismos, pero también contra los sectarismos y contra los dogmas.
Gilles Lipovetsky plantea en sus estudios que las ideologías –de las que tengo la misma desconfianza y temor– se han ido erosionando en la cultura del espectáculo. Que la sociedad del espectáculo ha sido más eficaz que los argumentos racionales y democráticos en la lucha contra las grandes ideologías utópicas. Esto es, que muchas de las ideologías se han ido desintegrando y desapareciendo a través de la necesidad de diversión, de entretenimiento, de las modas y de la búsqueda del placer inmediato y rápido. Si ese es uno de los logros de la sociedad del espectáculo, enhorabuena, es algo que debemos celebrar. El desplome de las grandes ideologías es el desplome de una de las grandes fuentes de guerra y violencia en la sociedad moderna.

Gilles Lipovetsky: Mario ha resaltado un punto en el que estoy totalmente de acuerdo: lo que somos los hombres modernos se lo debemos a la alta cultura. Se lo debemos a la filosofía y a la literatura. La democracia, los derechos humanos y el humanismo no nacen así como así, traídos por la evolución de la historia. Es todo un baño de reflexiones, de sensibilidades modernas traídas por filósofos y escritores y es lo que ha forjado el cosmos humanista, individualista y democrático. El mundo moderno nace del espíritu de ciertos pensadores que han puesto el germen, personas que han dado el código de una sociedad que ya no tiene su base en el más allá, sino que lo encuentra en sí misma al reconocer la libertad, la dignidad y la igualdad de todos. Esta es una invención intelectual que debemos a la alta cultura. Estamos de acuerdo, al igual que en el precepto de que hay que defender la creación como agente de libertad.
No estoy completamente convencido, en cambio, de que la alta cultura nos preserve, nos conserve y nos proteja contra el desborde de la violencia, del totalitarismo o de violencia de cualquier otro orden. Si la alta cultura genera libertad, a menudo, como diría Kant, estaría maniatada contra las amenaza del poder y de los intereses.
Hoy no solo la alta cultura defiende los valores que usted quiere y aprecia tanto como yo: muchos campos, como la televisión, el cine y todo un conjunto de producciones de masa, celebran los derechos humanos y la dignidad. Quizá no lo hagan con obras que serán consagradas por la historia, pero, a pesar de todo, difunden la ideología humanista. Me sorprende ver películas de Spielberg, que no son alta cultura –son éxitos de taquilla y producirlos cuesta millones de dólares–, donde se difunden las ideas humanistas, y se traslada a la sociedad el imaginario democrático y los valores que en su inicio nacieron en la alta cultura.
La sociedad de consumo, del espectáculo, da lo mismo, ha aportado muchas cosas: ha creado bienestar, ha abierto las opiniones, ha disuelto las grandes ideologías, ha dado más autonomía y al mismo tiempo no es suficiente. La sociedad del espectáculo, que promete la felicidad, no puede cumplir esta promesa. Sin embargo, no podemos satanizar a la sociedad de consumo, no se debe “tirar al bebé con el agua sucia”. Hay que quedarse con lo que esta sociedad tiene de positivo –libertad, longevidad, modos de vida–; pero al mismo tiempo hay que reconocer, y aquí estamos de acuerdo, que el universo del consumo es incapaz de cumplir con las aspiraciones más elevadas del hombre. El hombre no es solo un consumidor y la sociedad de consumo se dirige al hombre como si fuera solamente consumidor. ¿Cuál es la diferencia entre el consumidor y el hombre? Hay muchas. En todo caso, con una perspectiva humanista, herencia de la alta cultura, esperamos del hombre que sea creativo, que invente, que tenga valores; condiciones que la sociedad de consumo no da. Por esta razón vemos numerosos movimientos que se comprometen, que proponen, que actúan. Las personas necesitan comprometerse.
A través de internet y de las nuevas herramientas de comunicación vemos un desarrollo formidable de jóvenes amateurs que hacen, crean videos, cortometrajes, música... No todos esos productos son geniales, pero esa actividad nos dice que aquello que Nietzsche llama “voluntad de poder” hoy es voluntad de creación. Esta voluntad es algo que la sociedad de consumo no ha destruido, no ha logrado que el hombre se convierta en algo que solo quiere marcas. Los hombres siguen queriendo hacer algo con sus vidas. Esto es lo que tiene que hacer la escuela: dar herramientas para que el hombre, esté donde esté, pueda hacer algo con su vida y no ser simplemente un consumidor de marcas y modas. Tenemos un trabajo enorme por hacer.
El mecanismo mundial del capitalismo reduce el margen de maniobra, estrecha los márgenes de acción, pero en la cultura sí podemos hacer cosas, la educación puede actuar. Este es uno de los grandes retos del siglo XXI. La sociedad no va a estar conformada solamente por la técnica, también por hombres armados en sus cabezas, en sus deseos. La escuela debe ayudar a los hombres a conseguirlo. La alta cultura es uno de los instrumentos, pero no es el único. Tenemos que repensar la escuela en la era de internet. Tenemos que pensar qué es la educación en una sociedad desorientada, que ya no tiene las referencias de antes. Es un trabajo enorme, pero va a diseñar el mundo del mañana.

Mario Vargas Llosa: Estoy completamente de acuerdo. La sociedad industrial moderna, la sociedad de mercado, la sociedad de los países avanzados ha mejorado extraordinariamente las condiciones de vida de los individuos. Pero de ninguna manera ha traído esa felicidad que busca el ser humano como un destino final. Lo que falta es justamente eso que se denomina una “vida espiritual rica”, que a un sector de la sociedad se la da la religión –un sector que siente que completa su existencia material a través de la fe–, pero queda un sector muy amplio al que la religión no llega, no le dice nada, y ahí es en donde la cultura debe jugar un papel fundamental.
La educación, estoy de acuerdo, debe ser uno de los grandes instrumentos a través de los cuales la sociedad moderna pueda ir llenando ese vacío espiritual. Pero precisamente si hay algo que está en crisis en la sociedad moderna es la educación. No existe un solo país en el mundo cuyo sistema de enseñanza no refleje una crisis profunda, por la sencilla razón de que no sabemos cuál es el sistema más adecuado y más funcional, que cree por una parte a los técnicos y profesionales que la sociedad necesita y, por otra, llene los vacíos que esa sociedad moderna tiene en el campo espiritual. La educación está en crisis porque no ha sido capaz de encontrar una fórmula que una esos dos objetivos. Es ahí en donde tenemos que trabajar si queremos que la sociedad moderna, capaz de satisfacer las necesidades materiales de los hombres y de las mujeres, sea también capaz de llenar el vacío espiritual que acompaña a la sociedad del siglo XX. La educación es absolutamente fundamental, pero junto a la educación también son fundamentales la familia y el individuo, y todo eso requiere que haya unos ciertos consensos a la hora de desarrollar los programas que deben regular la vida de nuestras escuelas, de nuestros institutos y de nuestras universidades. Sobre esto existe una extraordinaria confusión, pero, si existiera por lo menos la conciencia de que es ahí donde nosotros debemos ser creativos y funcionales, creo que habríamos dado ya un gran paso. En todo caso creo que, aunque las discrepancias puedan ser numerosas en la superficie, en lo profundo, Gilles y yo estamos de acuerdo en que hay que leer a Proust, en que hay que leer a Joyce, en que hay que leer a Rimbaud, en que lo que hizo Kant, lo que hizo Popper o lo que pensó Nietzsche son cosas valiosas en esta época, y pueden ayudarnos a diseñar esos programas de educación de los que depende que la sociedad del futuro sea menos violenta y menos infeliz que la de hoy. ~
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