La
soportable levedad de la tecnología
por Gabriela Warkentin
Sí,
nos hemos convertido en cyborgs, ¡¿y
qué...?!
Me imagino el rostro de más de uno, el
rictus desaprobatorio, la mirada que acusa, una voz que no termina de enunciar
una especie de proclama: no podemos permitir que la tecnología nos deshumanice,
no podemos permitirlo, no podemos. Pero la realidad puede ser bastante menos
escandalosa que esto. Nos hemos convertido en cyborgs, nos estamos convirtiendo un poco en cyborgs, y tal vez lo único que hacemos al reconocer esta
transformación —que no es cosa menor— es redefinir un poco lo que entendemos o
solíamos entender por ser humano. Ampliando nuestros horizontes, dirían los
clásicos.
Sé que juego con las palabras cuando digo
que nos estamos convirtiendo un poco en cyborgs.
La definición del diccionario nos dice que cyborg
es un concepto que se deriva de cybernetic
y organism —organismo cibernético.
Manfred Clynes, a quienes muchos atribuyen haber sido el primero en acuñar este
término, allá por los años sesenta del siglo pasado, recogía en este concepto
la creciente necesidad del ser humano por ampliar artificialmente sus funciones
biológicas para poder sobrevivir en el espacio, allá afuera, lejos, en
territorio hostil a la frágil humanidad. Es decir que desde sus orígenes, un cyborg era aquel ser humano que
necesitaba de ayuda tecnológica para controlar, ampliar y expandir sus
funciones. Con el paso del tiempo, sucedió lo que siempre con todos los
conceptos que nos suenan entre misteriosos y seductores: el imaginario
finisecular le adjudicó al cyborg la
personalidad de una especie de Robocop,
un ser vivo (¿todavía humano?) que combinaba en su materialidad lo biológico
con que todos nacemos y lo tecnológico con que algunos sueñan (desde el brazo
biónico del hombre de los seis millones de dólares, hasta los implantes más
complicados para intervenir el flujo neuronal).
Quedémonos, para fines de esta revisión,
con una working definition:
entendamos por cyborg, en la
conciencia de estar descartando acepciones científicamente mejor sustentadas,
un ser humano que depende de o recurre a la tecnología para llevar a cabo sus
actividades cotidianas. Nada más aclaremos: no hablamos de cualquier
tecnología, sino de la de cómputo y de los desarrollos de la cibernética, en su
vertiginosa carrera hacia la miniaturización perfecta; y no aludimos a alguna
actividad en específico, sino a todas aquellas, aun las más nimias, que vamos
incorporando en la medida en que la complejidad se convierte en la forma de
entendernos socialmente.
Así, imaginemos entonces, por un momento,
al ciudadano de este inicio del siglo XXI: al oído, un aparato reproductor de
música, cada vez más pequeño y ligero, que permite en modelos más recientes
portar hasta quince mil canciones (y si el promedio de duración de una canción
es de tres minutos, entonces tenemos en un aparato, que apenas pesa doscientos
gramos, música para escuchar durante 31 días seguidos); en la mano (o al oído
libre) un celular con el cual hacer llamadas telefónicas, enviar mensajes (los
famosos SMS), jugar, fotografiar y, en una de ésas, componer alguna canción en
caso de que las quince mil del reproductor portátil no sean suficientes (y para
seguir con las cifras, apuntemos que sólo en México, de acuerdo con datos
oficiales, se envían a diario alrededor de cincuenta millones de mensajes vía
celular); frente a él, algún sistema de cómputo con el cual producir, recibir y
compartir contenidos (con equipos portátiles que se hacen cada vez más ligeros
—poco más de un kilogramo de peso para cuarenta GB en disco duro); sumemos por
ahí alguna agenda electrónica (que se sincronice con la computadora y el
celular), tal vez una consola de videojuegos (interconectada para aprovechar
los beneficios de la adrenalina compartida), por supuesto un televisor (de
pantalla plana cual agradable decoración de pared). Éste, más o menos, es el cyborg de principios de nuestro siglo:
no ciertamente el hombre robot con los implantes de alta tecnología con que ha
fantaseado Hollywood, pero sí el ciudadano cuyos sentidos e inteligencia no
terminan ya donde acaban las células de su cuerpo, sino que incorporan las
"células metálicas" de los aparatos que penden de su humanidad.
Sabemos que este ser humano tecnologizado
despierta más de una sospecha o temor en quienes viven en la nostalgia escénica
de un mundo "más natural que ya se nos fue": un mundo en el que nadie
necesitaba quince mil canciones para escucharlas en el aislamiento del audífono
incrustado cerca del tímpano; un mundo en el que, para socializar, no se
necesitaban consolas de videojuegos interconectadas ni largas sesiones de chat;
un mundo en el que la información para la formación se sacaba de un libro y no
se pirateaba de internet; un mundo en el que nos veíamos las caras y olíamos
nuestros humores.
Me atrevo, sin embargo, a sostener que
este cyborg del incipiente siglo XXI
no es menos humano ni más artificial que los seres que nos precedieron. El
individuo que ha incorporado la tecnología cada vez más ligera, pequeña y, por
lo mismo, portátil nos está mostrando que la realidad no se agota en las
dimensiones que hasta ahora conocíamos. Como en otros momentos de la historia,
hoy estamos nuevamente aprendiendo a escuchar de una manera diferente, a ver de
una manera diferente y, sobre todo, a socializar de una manera diferente. El
incipiente cyborg con el que
convivimos a diario es un ser conectado, vinculado, de acciones simultáneas y
en perpetua incorporación de nuevos estímulos. La tendencia de la tecnología a
miniaturizarse, al grado de introducirse en nuestra corporeidad, es sólo
reflejo de este nuevo ciudadano: un ser humano que propone que lo que hacemos,
lo podemos hacer en todo momento, a toda hora y con quien nosotros queramos.
¿La soportable levedad de la tecnología nos ofrece una nueva libertad? Tal vez
no tanto. Pero hay algo que no podemos negar: este cyborg del naciente siglo XXI nos recuerda, o debería recordarnos,
que aún no hemos agotado nuestra realidad y que todavía tenemos espacio para
reinventarnos.
Sí, nos podemos convertir en cyborgs, ¡¿y qué...?!
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